28 de diciembre de 2011
Washington D. C.
Natalie Lundy miró el teléfono y soltó una maldición. Había hecho mil llamadas y dejado mil
mensajes, pero ahora el número al que llevaba semanas llamando estaba fuera de servicio. Simon se lo
había cambiado. Y no respondía a sus emails.
Miró la caja de cartón que estaba en el suelo, a su lado. Su contenido parecía burlarse de ella. Se
había quedado sin trabajo.
El día después del anuncio del compromiso de Simon, la habían llamado de la oficina del director
de campaña del senador Talbot. Al menos Robert había tenido la decencia de parecer avergonzado por
lo que estaba haciendo.
—Debemos prescindir de tus servicios —dijo, sin mirarla a los ojos.
—¿Por qué?
—Tenemos exceso de personal. El senador quiere hacer recortes y los empleados son los
primeros que se ven afectados. Lo siento.
Natalie alzó una ceja.
—Esto no tendrá nada que ver con mi relación con Simon, ¿no?
—Por supuesto que no —mintió Robert—. No es nada personal. Son sólo negocios.
—No me vengas con ese rollo de El Padrino. He visto la película.
Robert miró al fondo de la habitación y asintió.
—Alex te acompañará a la salida. Si quieres, puedo llamar a Harrisburg y ver si puedo
conseguirte trabajo con algún otro senador.
—Jódete. —Se levantó—. Y puedes decirles al senador y a su hijo que hagan lo mismo. ¿Quieren
librarse de mí? Bien. Pero esto no acaba aquí. Estoy segura de que Andrew Sampson de The
Washington Post estará muy interesado en lo que puedo contarle sobre la manera de hacer negocios de
los Talbot.
Robert levantó la mano.
—No te embales. Como te he dicho, puedo conseguirte trabajo en Harrisburg.
—No se me ha perdido nada en el maldito Harrisburg, Robert. Sólo quiero saber por qué me están
jodiendo. He hecho mi trabajo y lo he hecho bien. Lo sabes.
Él miró a Alex y le dijo:
—Dame un minuto.
Éste se retiró y cerró la puerta.
—Oye, Natalie. Será mejor que no lances amenazas que no puedes cumplir.
—Es que puedo cumplirlas y pienso hacerlo.
—Eso no sería muy prudente.
—Al diablo con la prudencia.
Robert se removió en la silla.
—Por supuesto, la campaña te proporcionará una generosa indemnización. Los detalles te
llegarán a tu casa.
—¿Me estás sobornando para que cierre la boca?
—Indemnización por despido debido a exigencias financieras.
—Lo que sea. —Cogiendo el bolso, Natalie se dirigió a la puerta—. Dile a Simon que tiene
cuarenta y ocho horas para ponerse en contacto conmigo. Si no me llama, lo lamentará.
Con esas palabras, salió del despacho con paso decidido.
Desde aquel día habían pasado dos semanas y Simon no había llamado. Las pruebas
incriminatorias que había enviado a The Washington Post habían sido entregadas. FedEx se lo había
confirmado. Pero ni Andrew Sampson ni nadie se había puesto en contacto con ella. Tal vez había
decidido no publicar la historia. Tal vez le había parecido de demasiado mal gusto.
El día después de dejar el material en la oficina de FedEx, alguien había entrado en su
apartamento y lo había arrasado. No hacía falta ser muy listo para deducir que había sido alguien de la
campaña del senador. Se habían llevado el portátil, la cámara digital, sus archivadores y lápices de
memoria. Ya no le quedaba nada con lo que chantajear ni a Simon ni a nadie.
Había recibido el dinero del soborno: veinticinco mil dólares. Era suficiente para empezar una
nueva vida en California. No le vendría mal cambiar de aires. Usaría ese dinero para empezar de
nuevo. Ya planearía su venganza contra los Talbot con calma desde Sacramento.
No tenía pruebas gráficas para justificar sus acusaciones, así que era difícil que ningún periodista
se la tomara en serio. Pero esperaría a que llegara octubre y le vendería la historia a un periódico
sensacionalista. Sí, eso haría.
Sonriendo, empezó a hacer el equipaje.
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