Agradecimientos
Estoy en deuda con los difuntos Dorothy L. Sayers y Charles Williams, con Mark Musa, con mi amiga
Katherine Picton y con The Dante Society of America por sus expertos conocimientos de La Divina
Comedia de Dante Alighieri, que he usado para escribir este libro. En esta novela he seguido las
normas de esa asociación para el uso de letras mayúsculas para lugares como el Infierno o el Paraíso.
Los cuadros de Sandro Botticelli me han servido de inspiración, igual que los incomparables
escenarios de la Galería de los Uffizi en Florencia. Las ciudades de Oxford, Florencia, Asís, Todi y
Cambridge han aportado sus particulares atmósferas a la novela, igual que la población de
Selinsgrove.
He visitado la biblioteca digital Archive para consultar la traducción al inglés de Dante Gabriel
Rossetti de La Vita Nuova, así como el original italiano. Y he usado la traducción de La Divina
Comedia de Henry Wadsworth Longfellow.
Me gustaría darle las gracias a Jennifer, por sus sugerencias y su apoyo. Esta novela no existiría
sin su amistad y sus palabras de ánimo. Asimismo, le agradezco a Nina sus aportaciones creativas y su
sabiduría. Y le estoy enormemente agradecido a Kris, que leyó una de las primeras versiones de la
obra y me ofreció valiosas sugerencias en varias fases del proceso. Gracias.
He disfrutado trabajando con Cindy, mi editora de Berkley, y estoy deseando volver a trabajar
con ella en mis dos próximas novelas. Gracias también a Tom por su sensatez y energía al gestionar
mi paso a Berkley. Y gracias asimismo a los equipos de realización y diseño que han trabajado en este
libro.
Mi agente de prensa, Enn, trabaja incansablemente para promocionar mis obras y ayudarme con
las redes sociales, que me permiten estar en contacto con los lectores. Es un honor formar parte de su
equipo.
Quisiera darles las gracias también a todas las personas que me han apoyado, especialmente a las
Musas, Tori, Erika y a las lectoras que se encargan de la web Argyle Empire y de los grupos de
SRFans en distintas redes sociales. Deseo agradecerle especialmente a Elena que me asesorase en la
pronunciación de los textos en italiano para el audiolibro. John Michael Morgan hizo un espléndido
trabajo con la lectura de la edición en inglés de El infierno de Gabriel y El éxtasis de Gabriel.
Y, por último, no es ningún secreto que mi intención era terminar la historia del Profesor y
Julianne con El éxtasis de Gabriel. Gracias a todos los que me escribieron pidiéndome que continuara
la historia. Vuestro apoyo constante, así como el de mi familia, es inestimable.
S. R.
Ascensión, 2013
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lunes, 17 de febrero de 2014
Capitulo 88
88
Julia dormía profundamente, respirando hondo y totalmente inmóvil. La enfermera le dijo a Gabriel
que dejara a la niña en la cunita y durmiera un rato, pero él se negó. Sostenía a su hija en brazos como
si temiera que alguien fuera a arrebatársela.
Los párpados le pesaban, así que se reclinó en la butaca junto a la cama de Julia, con la pequeña
sobre el pecho. Ella se acomodó. Parecía satisfecha, con la mejilla pegada a él y el diminuto culito en
pompa.
—Fe, esperanza y caridad —murmuró—, pero la mayor de todas ellas no es la caridad.
—¿Cómo dices? —Julia se volvió hacia él.
Gabriel sonrió.
—No quería despertarte.
Julia trató de mover las piernas, aguantándose la cicatriz del vientre.
—El dolor vuelve a apretar. Me debe de tocar una inyección pronto. —Miró cómo la niña
descansaba tan tranquila sobre el pecho de él.
—Eres un padrazo, papi.
—Eso espero. Al menos, me esforzaré para llegar a serlo.
—No lo sabía —susurró Julia, con los ojos completamente inundados de lágrimas.
—No sabías ¿qué?
—No sabía que era posible querer tanto a una persona que no eres tú.
Gabriel le acarició la cabecita a Clare.
—Yo tampoco lo sabía. —reconoció, dándole un dulce beso—. Justo estaba discutiendo con san
Pablo —añadió luego.
—¿Ah, sí? ¿Sobre qué? —preguntó ella, sonriendo.
—Le he dicho que la mayor de las virtudes no es la caridad, es la esperanza.
»Descubrí la caridad gracias a Richard y a Grace, pero también gracias a ti. Reconozco que me
ayudó a superar días muy duros. Y cuando estuve en Asís, descubrí la fe.
»Pero sin la esperanza hoy no estaría aquí. Me habría quitado la vida. Sin la intervención divina
en forma de una adolescente en el huerto de Pensilvania ahora estaría en el infierno, y no sentado a tu
lado con nuestra hija en brazos.
—Gabriel —susurró Julia, que de repente sintió que volvía a tener lágrimas en los ojos.
—La caridad es una gran virtud y la fe también, pero la esperanza es la más importante para mí.
»La esperanza es esto —dijo, señalando a la niñita acurrucada contra su pecho, envuelta en ropas
blancas y cubierta con un diminuto gorrito de lana.
Gabriel elevó una espontánea y sentida oración de gracias. En esa habitación tenía tantas
riquezas, que se sentía abrumado. Tenía una esposa bonita e inteligente, con un corazón grande y
generoso, y tenía una preciosa hija.
—Ésta es la culminación de todas mis esperanzas, Gabriel. —Julia alargó el brazo y él le enlazó
el dedo meñique con el suyo—. Es mi final feliz.
El futuro de Gabriel se presentaba lleno de esperanza. Vio ante él una casa en la que resonaban
las risas infantiles y el sonido de piececitos corriendo escaleras arriba y abajo. Vio a Clare con un hermano y una hermana; uno adoptado, el otro no.
Vio bautizos y primeras comuniones, con su familia sentada en el mismo banco de la iglesia,
misa tras misa, año tras año. Vio rodillas peladas, primeros días de colegio, fiestas de promoción,
fiestas de graduación, corazones rotos y lágrimas de felicidad. Vio la alegría de llevar a sus hijos a
Italia, de presentarles a Dante, a Botticelli, a san Francisco.
Se vio llevando a Clare al altar y sosteniendo a sus nietos en brazos.
Se vio envejeciendo junto a su amada Julianne, paseando con ella de la mano por el huerto de
manzanos.
—Ahí aparece mi bendición —murmuró, dándole la mano a su esposa y acariciando la espalda de
Clare Grace Hope, que dormía plácidamente sobre su pecho.
FIN
"ADMI DEL BLOG SI ESTAN INTERESDOS EN LEER ALGUNA SAGA O TRILOGIA O CUAL QUIER LIBRO PUEDEN DEJAR SU COMENTARIO Y LO SUBIEREMOS A UN BLOG"
Julia dormía profundamente, respirando hondo y totalmente inmóvil. La enfermera le dijo a Gabriel
que dejara a la niña en la cunita y durmiera un rato, pero él se negó. Sostenía a su hija en brazos como
si temiera que alguien fuera a arrebatársela.
Los párpados le pesaban, así que se reclinó en la butaca junto a la cama de Julia, con la pequeña
sobre el pecho. Ella se acomodó. Parecía satisfecha, con la mejilla pegada a él y el diminuto culito en
pompa.
—Fe, esperanza y caridad —murmuró—, pero la mayor de todas ellas no es la caridad.
—¿Cómo dices? —Julia se volvió hacia él.
Gabriel sonrió.
—No quería despertarte.
Julia trató de mover las piernas, aguantándose la cicatriz del vientre.
—El dolor vuelve a apretar. Me debe de tocar una inyección pronto. —Miró cómo la niña
descansaba tan tranquila sobre el pecho de él.
—Eres un padrazo, papi.
—Eso espero. Al menos, me esforzaré para llegar a serlo.
—No lo sabía —susurró Julia, con los ojos completamente inundados de lágrimas.
—No sabías ¿qué?
—No sabía que era posible querer tanto a una persona que no eres tú.
Gabriel le acarició la cabecita a Clare.
—Yo tampoco lo sabía. —reconoció, dándole un dulce beso—. Justo estaba discutiendo con san
Pablo —añadió luego.
—¿Ah, sí? ¿Sobre qué? —preguntó ella, sonriendo.
—Le he dicho que la mayor de las virtudes no es la caridad, es la esperanza.
»Descubrí la caridad gracias a Richard y a Grace, pero también gracias a ti. Reconozco que me
ayudó a superar días muy duros. Y cuando estuve en Asís, descubrí la fe.
»Pero sin la esperanza hoy no estaría aquí. Me habría quitado la vida. Sin la intervención divina
en forma de una adolescente en el huerto de Pensilvania ahora estaría en el infierno, y no sentado a tu
lado con nuestra hija en brazos.
—Gabriel —susurró Julia, que de repente sintió que volvía a tener lágrimas en los ojos.
—La caridad es una gran virtud y la fe también, pero la esperanza es la más importante para mí.
»La esperanza es esto —dijo, señalando a la niñita acurrucada contra su pecho, envuelta en ropas
blancas y cubierta con un diminuto gorrito de lana.
Gabriel elevó una espontánea y sentida oración de gracias. En esa habitación tenía tantas
riquezas, que se sentía abrumado. Tenía una esposa bonita e inteligente, con un corazón grande y
generoso, y tenía una preciosa hija.
—Ésta es la culminación de todas mis esperanzas, Gabriel. —Julia alargó el brazo y él le enlazó
el dedo meñique con el suyo—. Es mi final feliz.
El futuro de Gabriel se presentaba lleno de esperanza. Vio ante él una casa en la que resonaban
las risas infantiles y el sonido de piececitos corriendo escaleras arriba y abajo. Vio a Clare con un hermano y una hermana; uno adoptado, el otro no.
Vio bautizos y primeras comuniones, con su familia sentada en el mismo banco de la iglesia,
misa tras misa, año tras año. Vio rodillas peladas, primeros días de colegio, fiestas de promoción,
fiestas de graduación, corazones rotos y lágrimas de felicidad. Vio la alegría de llevar a sus hijos a
Italia, de presentarles a Dante, a Botticelli, a san Francisco.
Se vio llevando a Clare al altar y sosteniendo a sus nietos en brazos.
Se vio envejeciendo junto a su amada Julianne, paseando con ella de la mano por el huerto de
manzanos.
—Ahí aparece mi bendición —murmuró, dándole la mano a su esposa y acariciando la espalda de
Clare Grace Hope, que dormía plácidamente sobre su pecho.
FIN
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Capitulo 87
87
Sentado con Rollito de primavera en brazos, Gabriel perdió la noción del tiempo. Por su mente le
pasaban imágenes sueltas. Se vio entrando en casa con la pequeña en brazos. Dándole el biberón de
madrugada. Volviendo por el pasillo hacia el dormitorio de matrimonio.
Solo. Tan solo...
Había amado a una sola mujer en su vida. Al principio, su amor había sido un amor pagano. La
había idolatrado y adorado. Luego había admitido que había cosas más importantes que lo que él
sentía: la felicidad de Julia, por ejemplo.
Recordó las últimas palabras que le había dicho: «No me arrepiento de haberme quedado
embarazada».
Ahora sí se arrepentiría. Eso le había arrebatado la vida.
Los hombros le temblaron por los sollozos.
Su preciosa y dulce Julianne...
Aunque tenía el móvil en el bolsillo, no le apetecía hablar con nadie. Había recibido mensajes de
Rachel y Richard diciendo que estaban en camino. Rebecca estaba en casa, preparando las cosas para
el bebé y los invitados. Kelly le había enviado un mensaje diciéndole que había encargado flores y
globos, que iban ya camino del hospital.
No se veía con fuerzas para comunicarles que Julia los había dejado.
Contempló la carita de su hija, preguntándose cómo iba a criarla él solo. Había tenido plena
confianza en que Julianne sabría lo que había que hacer. Y ahora, por culpa de su egoísmo, su esposa
ya no estaba.
Perdido en sus pensamientos, no se dio cuenta de que alguien entraba en la habitación. Una vez
más, sus ojos se encontraron con un par de zapatos muy feos, de aspecto resistente.
—Profesor Emerson.
Al reconocer la voz de la doctora Rubio, alzó la cabeza.
Parecía agotada.
—Siento mucho lo sucedido. Hemos tenido varias emergencias a la vez y no he podido salir hasta
ahora. Siento haber tardado...
—¿Puedo verla? —la interrumpió Gabriel.
—Por supuesto, pero tengo que explicarle lo sucedido. Su esposa...
Gabriel no podía soportarlo. El dolor lo atenazaba. Todas las conversaciones que había mantenido
con Julia sobre el tema de tener hijos volvían a su mente para martirizarlo.
Todo era culpa suya. La había convencido de tener un bebé y la había dejado embarazada cuando
ella aún no estaba preparada. Él era el único responsable. Él había plantado la semilla en su vientre y,
al hacerlo, la había matado.
Bajó la cabeza, abatido.
—Profesor Emerson.
La doctora Rubio se acercó.
—Profesor Emerson, ¿se encuentra bien? —le preguntó, antes de murmurar unas palabras en español.
—¿Puedo verla? —repitió Gabriel.
—Por supuesto. —La doctora señaló hacia la puerta—. Siento que no vinieran a buscarlo antes,
pero el personal no daba abasto.
Gabriel se levantó lentamente y se dirigió a la puerta sin soltar a la niña.
La doctora Rubio le pidió que la dejara en la cuna con ruedas y luego la empujó hacia el pasillo.
Mientras las seguía, Gabriel se sacó del bolsillo el pañuelo con sus iniciales bordadas que le
había regalado Julia un día, porque sí. Ella era así, de alma y corazón generosos. Ojalá se hubiera
puesto la estrella de David que ella le había regalado por su aniversario. Le habría servido de
consuelo.
Atravesó una serie de estancias tras la doctora, hasta que llegaron a una gran sala con varias
camas.—
Aquí está.
Gabriel se detuvo en seco.
Julianne estaba en una de las camas de hospital. Una enfermera se inclinaba sobre ella para
ponerle una inyección.
Vio que movía las piernas debajo de la sábana. La oyó quejarse. Parpadeó rápidamente. ¿Sería un
espejismo provocado por las lágrimas? Se tambaleó.
—¿Profesor Emerson? —La doctora Rubio lo sujetó por el codo—. ¿Se encuentra bien? —Llamó
a la enfermera y le pidió que acercara una silla a la cabecera de la cama de Julia. Lo ayudaron a
sentarse y luego dejaron la cunita a su lado.
Alguien le dio un vaso de agua. Él se lo quedó mirando como si no supiera qué hacer.
La voz de la doctora Rubio, que hasta ese momento le había llegado muy apagada y confusa, de
pronto le sonó clara.
—Como le he dicho, su esposa ha perdido mucha sangre. Hemos tenido que hacerle una
transfusión. Al hacerle la incisión para la cesárea, por desgracia me he encontrado con uno de los
fibromas y ha sangrado mucho. Tras la cesárea ha habido que hacerle cirugía reparadora. Por eso la
intervención se ha alargado tanto.
—¿Fibroma? —repitió Gabriel, llevándose una mano a la boca.
—Uno de los fibromas estaba adherido al útero, justo en el lugar donde hemos hecho la incisión.
Hemos detenido la hemorragia y la hemos suturado, pero eso ha hecho que la cesárea fuera más
complicada de lo habitual. Por suerte, el doctor Manganiello, el cirujano de guardia, estaba aquí. Su
esposa se pondrá bien —concluyó, apoyándole una mano en el hombro—. No parece que el útero haya
quedado dañado.
»Pronto se despertará, pero estará atontada. Le he pautado medicación para controlar el dolor.
Mañana pasaré a visitarla. Felicidades por el nacimiento de su hija. Es una niña preciosa. —Y con una
sonrisa de despedida, la mujer se marchó.
Gabriel miró a Julia y comprobó que le había vuelto el color a las mejillas. Estaba durmiendo.
—¿Señor Emerson? —le preguntó una enfermera al ver que estaba llorando—. ¿Puedo traerle
algo?
Él negó con la cabeza, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Pensaba que había muerto.
—¿Qué? —preguntó ella, bruscamente. —Nadie me dijo nada. Parecía muerta la última vez que la vi. Pensé...
La enfermera se acercó, mirándolo horrorizada.
—Lo siento mucho. Alguien del turno de noche debió salir a explicarle lo que estaba pasando. Ha
habido otra cesárea de emergencia al mismo tiempo que la de su mujer. Han salvado a la paciente,
pero no han podido salvar a la niña.
Gabriel miró a la enfermera.
—Pero eso no es excusa —siguió diciendo ella en voz baja—. Alguien debió salir a decirle que su
esposa estaba bien. Llevo trabajando aquí diez años y por suerte hemos perdido a muy pocas madres.
Pero cuando ocurre, se abre una investigación inmediata y todo el mundo queda destrozado.
Gabriel estaba a punto de preguntarle a qué cantidad se refería al decir «muy pocas» cuando oyó
que Julia gruñía. Dejó el vaso de agua y se levantó.
—¿Julianne?
Ella parpadeó y abrió un poco los ojos. Lo miró un instante, pero en seguida volvió a cerrarlos.
—Nuestra hija está aquí. Es preciosa.
No se movió, pero unos minutos después volvió a quejarse.
—Me duele —susurró.
—Aguanta. Voy a buscar a alguien. —Gabriel llamó a una enfermera.
Después de que ésta hubiera ajustado el gota a gota, él sacó a la niña de la cunita.
—Querida, te presento a tu hija. Es preciosa. Y tiene pelo. —La incorporó un poco para que Julia
pudiera verla.
Ella abrió los ojos, pero su mirada parecía desenfocada. Volvió a cerrarlos en seguida.
Gabriel apretó al bebé contra su pecho.
—Cariño, ¿me oyes?
—Su esposa tardará un rato en despertarse del todo, no se preocupe. —La voz de la enfermera lo
sacó de sus pensamientos, lo que fue de agradecer ya que Gabriel había empezado a preguntarse si a
Julia no le había gustado la niña.
Devolvió a la pequeña a la cuna y se sentó con la mirada clavada en su esposa. No pensaba volver
a perderla de vista nunca más.
Le llegó el tono de aviso de un par de mensajes de texto que había recibido. Uno era de Richard y
Rachel diciéndole que llegarían pronto. Tom y Diane les mandaban felicitaciones y todo su amor.
Y Katherine Picton insistía en su petición de que la hicieran madrina. Le ofreció un valioso
ejemplar de La Vita Nuova de Dante como aliciente adicional.
Gabriel sacó varias fotos de Rollito de primavera con el iPhone y las envió por email a todo el
mundo, incluida Kelly. A Katherine le dijo que no necesitaban ningún incentivo. Estarían encantados
de que fuera la madrina.
—¿Tiene pelo? —Cuando Julia se despertó finalmente, lo primero en lo que se fijó fue en los
mechones oscuros que asomaban bajo el gorrito lila.
—Sí, mucho pelo. Creo que es más oscuro que el tuyo. —Con una sonrisa, Gabriel le depositó a
la niña sobre el pecho.
Julia desenvolvió al bebé y se abrió el camisón, para quedar piel contra piel con su hija.
Gabriel nunca había visto una imagen tan increíble.
—Es preciosa —susurró ella. —Como su madre —apuntó él.
Julia le dio suaves besitos en la cabeza.
—No lo creo. Tiene tu cara.
Gabriel se echó a reír.
—Si tú lo dices... Yo no le encuentro el parecido, aunque parece que tiene los ojos del mismo
color que los míos. Tiene unos ojazos enormes, pero no le gusta mucho abrirlos.
Julia le examinó la carita antes de abrazarla con fuerza.
—¿Te duele?
Ella hizo una mueca.
—Me siento como si me hubieran partido en dos con una sierra.
—Sí, algo así te hicieron.
Ella lo miró curiosa.
—No, querida, no miré. —Gabriel le besó la cabeza—. Deberíamos decidir qué nombre vamos a
ponerle. A sus abuelos no les va a hacer gracia que la llamemos Rollito de primavera. Y Katherine me
ha escrito diciéndome que deberíamos llamarla como ella.
—Habíamos hablado de Clare o Grace.
Gabriel se lo planteó.
—Clare m e gusta, pero como rezamos ante la tumba de San Francisco para pedirle un hijo, tal
vez deberíamos llamarla Frances.
—Santa Clara era amiga de san Francisco, así que Clare le gustará. Grace podría ser su segundo
nombre.
—Grace —repitió, emocionado.
—¿Qué te parece Clare Grace Hope? Es la culminación de tantas esperanzas, de tanta gracia
concedida...
—Clare Grace Hope Emerson. Es perfecto. —Julia suspiró y le dio un beso a Clare en su
diminuta mejilla.
—Es perfecta. —Él le dio un beso a cada una y las estrechó entre sus brazos.
—Mis niñas... Mis dulces niñas...
Sentado con Rollito de primavera en brazos, Gabriel perdió la noción del tiempo. Por su mente le
pasaban imágenes sueltas. Se vio entrando en casa con la pequeña en brazos. Dándole el biberón de
madrugada. Volviendo por el pasillo hacia el dormitorio de matrimonio.
Solo. Tan solo...
Había amado a una sola mujer en su vida. Al principio, su amor había sido un amor pagano. La
había idolatrado y adorado. Luego había admitido que había cosas más importantes que lo que él
sentía: la felicidad de Julia, por ejemplo.
Recordó las últimas palabras que le había dicho: «No me arrepiento de haberme quedado
embarazada».
Ahora sí se arrepentiría. Eso le había arrebatado la vida.
Los hombros le temblaron por los sollozos.
Su preciosa y dulce Julianne...
Aunque tenía el móvil en el bolsillo, no le apetecía hablar con nadie. Había recibido mensajes de
Rachel y Richard diciendo que estaban en camino. Rebecca estaba en casa, preparando las cosas para
el bebé y los invitados. Kelly le había enviado un mensaje diciéndole que había encargado flores y
globos, que iban ya camino del hospital.
No se veía con fuerzas para comunicarles que Julia los había dejado.
Contempló la carita de su hija, preguntándose cómo iba a criarla él solo. Había tenido plena
confianza en que Julianne sabría lo que había que hacer. Y ahora, por culpa de su egoísmo, su esposa
ya no estaba.
Perdido en sus pensamientos, no se dio cuenta de que alguien entraba en la habitación. Una vez
más, sus ojos se encontraron con un par de zapatos muy feos, de aspecto resistente.
—Profesor Emerson.
Al reconocer la voz de la doctora Rubio, alzó la cabeza.
Parecía agotada.
—Siento mucho lo sucedido. Hemos tenido varias emergencias a la vez y no he podido salir hasta
ahora. Siento haber tardado...
—¿Puedo verla? —la interrumpió Gabriel.
—Por supuesto, pero tengo que explicarle lo sucedido. Su esposa...
Gabriel no podía soportarlo. El dolor lo atenazaba. Todas las conversaciones que había mantenido
con Julia sobre el tema de tener hijos volvían a su mente para martirizarlo.
Todo era culpa suya. La había convencido de tener un bebé y la había dejado embarazada cuando
ella aún no estaba preparada. Él era el único responsable. Él había plantado la semilla en su vientre y,
al hacerlo, la había matado.
Bajó la cabeza, abatido.
—Profesor Emerson.
La doctora Rubio se acercó.
—Profesor Emerson, ¿se encuentra bien? —le preguntó, antes de murmurar unas palabras en español.
—¿Puedo verla? —repitió Gabriel.
—Por supuesto. —La doctora señaló hacia la puerta—. Siento que no vinieran a buscarlo antes,
pero el personal no daba abasto.
Gabriel se levantó lentamente y se dirigió a la puerta sin soltar a la niña.
La doctora Rubio le pidió que la dejara en la cuna con ruedas y luego la empujó hacia el pasillo.
Mientras las seguía, Gabriel se sacó del bolsillo el pañuelo con sus iniciales bordadas que le
había regalado Julia un día, porque sí. Ella era así, de alma y corazón generosos. Ojalá se hubiera
puesto la estrella de David que ella le había regalado por su aniversario. Le habría servido de
consuelo.
Atravesó una serie de estancias tras la doctora, hasta que llegaron a una gran sala con varias
camas.—
Aquí está.
Gabriel se detuvo en seco.
Julianne estaba en una de las camas de hospital. Una enfermera se inclinaba sobre ella para
ponerle una inyección.
Vio que movía las piernas debajo de la sábana. La oyó quejarse. Parpadeó rápidamente. ¿Sería un
espejismo provocado por las lágrimas? Se tambaleó.
—¿Profesor Emerson? —La doctora Rubio lo sujetó por el codo—. ¿Se encuentra bien? —Llamó
a la enfermera y le pidió que acercara una silla a la cabecera de la cama de Julia. Lo ayudaron a
sentarse y luego dejaron la cunita a su lado.
Alguien le dio un vaso de agua. Él se lo quedó mirando como si no supiera qué hacer.
La voz de la doctora Rubio, que hasta ese momento le había llegado muy apagada y confusa, de
pronto le sonó clara.
—Como le he dicho, su esposa ha perdido mucha sangre. Hemos tenido que hacerle una
transfusión. Al hacerle la incisión para la cesárea, por desgracia me he encontrado con uno de los
fibromas y ha sangrado mucho. Tras la cesárea ha habido que hacerle cirugía reparadora. Por eso la
intervención se ha alargado tanto.
—¿Fibroma? —repitió Gabriel, llevándose una mano a la boca.
—Uno de los fibromas estaba adherido al útero, justo en el lugar donde hemos hecho la incisión.
Hemos detenido la hemorragia y la hemos suturado, pero eso ha hecho que la cesárea fuera más
complicada de lo habitual. Por suerte, el doctor Manganiello, el cirujano de guardia, estaba aquí. Su
esposa se pondrá bien —concluyó, apoyándole una mano en el hombro—. No parece que el útero haya
quedado dañado.
»Pronto se despertará, pero estará atontada. Le he pautado medicación para controlar el dolor.
Mañana pasaré a visitarla. Felicidades por el nacimiento de su hija. Es una niña preciosa. —Y con una
sonrisa de despedida, la mujer se marchó.
Gabriel miró a Julia y comprobó que le había vuelto el color a las mejillas. Estaba durmiendo.
—¿Señor Emerson? —le preguntó una enfermera al ver que estaba llorando—. ¿Puedo traerle
algo?
Él negó con la cabeza, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Pensaba que había muerto.
—¿Qué? —preguntó ella, bruscamente. —Nadie me dijo nada. Parecía muerta la última vez que la vi. Pensé...
La enfermera se acercó, mirándolo horrorizada.
—Lo siento mucho. Alguien del turno de noche debió salir a explicarle lo que estaba pasando. Ha
habido otra cesárea de emergencia al mismo tiempo que la de su mujer. Han salvado a la paciente,
pero no han podido salvar a la niña.
Gabriel miró a la enfermera.
—Pero eso no es excusa —siguió diciendo ella en voz baja—. Alguien debió salir a decirle que su
esposa estaba bien. Llevo trabajando aquí diez años y por suerte hemos perdido a muy pocas madres.
Pero cuando ocurre, se abre una investigación inmediata y todo el mundo queda destrozado.
Gabriel estaba a punto de preguntarle a qué cantidad se refería al decir «muy pocas» cuando oyó
que Julia gruñía. Dejó el vaso de agua y se levantó.
—¿Julianne?
Ella parpadeó y abrió un poco los ojos. Lo miró un instante, pero en seguida volvió a cerrarlos.
—Nuestra hija está aquí. Es preciosa.
No se movió, pero unos minutos después volvió a quejarse.
—Me duele —susurró.
—Aguanta. Voy a buscar a alguien. —Gabriel llamó a una enfermera.
Después de que ésta hubiera ajustado el gota a gota, él sacó a la niña de la cunita.
—Querida, te presento a tu hija. Es preciosa. Y tiene pelo. —La incorporó un poco para que Julia
pudiera verla.
Ella abrió los ojos, pero su mirada parecía desenfocada. Volvió a cerrarlos en seguida.
Gabriel apretó al bebé contra su pecho.
—Cariño, ¿me oyes?
—Su esposa tardará un rato en despertarse del todo, no se preocupe. —La voz de la enfermera lo
sacó de sus pensamientos, lo que fue de agradecer ya que Gabriel había empezado a preguntarse si a
Julia no le había gustado la niña.
Devolvió a la pequeña a la cuna y se sentó con la mirada clavada en su esposa. No pensaba volver
a perderla de vista nunca más.
Le llegó el tono de aviso de un par de mensajes de texto que había recibido. Uno era de Richard y
Rachel diciéndole que llegarían pronto. Tom y Diane les mandaban felicitaciones y todo su amor.
Y Katherine Picton insistía en su petición de que la hicieran madrina. Le ofreció un valioso
ejemplar de La Vita Nuova de Dante como aliciente adicional.
Gabriel sacó varias fotos de Rollito de primavera con el iPhone y las envió por email a todo el
mundo, incluida Kelly. A Katherine le dijo que no necesitaban ningún incentivo. Estarían encantados
de que fuera la madrina.
—¿Tiene pelo? —Cuando Julia se despertó finalmente, lo primero en lo que se fijó fue en los
mechones oscuros que asomaban bajo el gorrito lila.
—Sí, mucho pelo. Creo que es más oscuro que el tuyo. —Con una sonrisa, Gabriel le depositó a
la niña sobre el pecho.
Julia desenvolvió al bebé y se abrió el camisón, para quedar piel contra piel con su hija.
Gabriel nunca había visto una imagen tan increíble.
—Es preciosa —susurró ella. —Como su madre —apuntó él.
Julia le dio suaves besitos en la cabeza.
—No lo creo. Tiene tu cara.
Gabriel se echó a reír.
—Si tú lo dices... Yo no le encuentro el parecido, aunque parece que tiene los ojos del mismo
color que los míos. Tiene unos ojazos enormes, pero no le gusta mucho abrirlos.
Julia le examinó la carita antes de abrazarla con fuerza.
—¿Te duele?
Ella hizo una mueca.
—Me siento como si me hubieran partido en dos con una sierra.
—Sí, algo así te hicieron.
Ella lo miró curiosa.
—No, querida, no miré. —Gabriel le besó la cabeza—. Deberíamos decidir qué nombre vamos a
ponerle. A sus abuelos no les va a hacer gracia que la llamemos Rollito de primavera. Y Katherine me
ha escrito diciéndome que deberíamos llamarla como ella.
—Habíamos hablado de Clare o Grace.
Gabriel se lo planteó.
—Clare m e gusta, pero como rezamos ante la tumba de San Francisco para pedirle un hijo, tal
vez deberíamos llamarla Frances.
—Santa Clara era amiga de san Francisco, así que Clare le gustará. Grace podría ser su segundo
nombre.
—Grace —repitió, emocionado.
—¿Qué te parece Clare Grace Hope? Es la culminación de tantas esperanzas, de tanta gracia
concedida...
—Clare Grace Hope Emerson. Es perfecto. —Julia suspiró y le dio un beso a Clare en su
diminuta mejilla.
—Es perfecta. —Él le dio un beso a cada una y las estrechó entre sus brazos.
—Mis niñas... Mis dulces niñas...
Capitulo 86
86
—No me puedo creer que la hayamos perdido —dijo una voz.
—Yo tampoco. Dos cesáreas de emergencia a la vez. Al menos sólo hemos perdido a una —
suspiró otra voz—. Odio las noches como ésta.
—Yo también. Gracias a Dios que ya se ha acabado la guardia.
Gabriel tardó unos minutos en abrir los ojos. ¿Lo había soñado?
Se frotó la barbilla. No lo sabía. Estaba con Julia en el huerto y de repente había oído hablar a las
enfermeras.
Notó un zumbido en la cabeza al recordar a Julia en la mesa de operaciones, pálida e inmóvil.
Las enfermeras tenían que estar hablando de ella.
«No me puedo creer que la hayamos perdido.»
Luchó por contener un sollozo al oír pasos que se acercaban. Tenía la mirada clavada en el suelo,
por lo que lo primero que vio fueron un par de zapatos muy feos. Sabía que era de lo más inadecuado,
pero no pudo evitar pensar que eran gruesos y poco favorecedores. Parecía que estuvieran hechos de
madera.
«Qué manera de malgastar unos buenos pies.»
Levantó la cabeza.
La enfermera, a la que no había visto antes, le dirigió una sonrisa tensa.
—Soy Angie, señor Emerson. ¿Le gustaría conocer a su hija?
Asintiendo con la cabeza, se levantó con dificultad.
—Siento que haya tenido que estar aquí tanto rato. Alguien debería haber venido a buscarlo antes,
pero la guardia ha sido muy movida y acabamos de hacer el cambio de turno.
Angie lo guió hasta una habitación cercana, donde había una cunita. Otra enfermera estaba
escribiendo en un historial médico.
Gabriel se acercó a la cuna transparente y miró.
Un pequeño fardo blanco yacía inmóvil. Al fijarse, vio una cara rojiza y una mata de pelo negro
medio cubierta por un gorrito lila.
—Tiene pelo.
Angie estaba a su lado.
—Sí, mucho pelo. Ha pesado casi cuatro kilos y mide cuarenta y ocho centímetros. Es un bebé
muy hermoso.
Angie la cogió en brazos y la acunó.
—Le daremos una pulsera como la que lleva ella para que sepamos que es suya.
La otra enfermera le colocó a Gabriel una pulsera de plástico blanco en la muñeca.
—¿Le gustaría sostenerla?
Él asintió, secándose el sudor frío de las palmas en la ropa verde de quirófano.
Angie le colocó el bebé en los brazos con mucha delicadeza. Inmediatamente, la niña abrió los
ojos, que eran grandes y de color azul oscuro, y lo miró.
Cuando sus miradas se cruzaron, Gabriel sintió que el mundo dejaba de girar.
Luego ella bostezó, abriendo mucho su diminuta boca rosada y volvió a cerrar los ojos. —Es preciosa —susurró.
—Sí, lo es. Y está sana. El parto ha sido complicado, pero está bien. Aunque ahora tenga la cara
un poco hinchada, es normal. Se le pasará pronto.
Gabriel levantó el brazo hasta que tuvo a la niña a escasos centímetros de la cara.
—Hola, Rollito de primavera. Soy tu papá y llevo mucho tiempo deseando conocerte. Te quiero
mucho.
La abrazó y escuchó su delicada respiración, notando el latido de su diminuto corazón a través de
la ropa que la cubría.
—¿Y mi esposa? —preguntó Gabriel con la voz rota, sin molestarse en secarse las lágrimas que
le resbalaban por las mejillas.
Las enfermeras se miraron.
—¿La doctora Rubio aún no ha hablado con usted? —preguntó Angie.
Él abrazó a su hija con fuerza y negó con la cabeza.
Angie se volvió hacia la otra enfermera, que tenía el cejo fruncido.
—Ya debería haberlo hecho. Lo siento. Todos han estado muy ocupados y acabamos de hacer el
cambio de turno, pero igualmente... —Señalando una silla cercana, añadió—: ¿Por qué no se sienta
con su hija? Iré a buscar a la doctora.
Gabriel se sentó con la pequeña pegada al corazón.
Las caras de las enfermeras lo decían todo.
No habría una feliz reunión.
Nunca vería a Julia sosteniendo a la niña en brazos.
La había perdido. Igual que Dante perdió a Beatriz, había perdido a su amada.
—Te he fallado —murmuró.
Abrazando a la niña con más fuerza, Gabriel lloró.
—No me puedo creer que la hayamos perdido —dijo una voz.
—Yo tampoco. Dos cesáreas de emergencia a la vez. Al menos sólo hemos perdido a una —
suspiró otra voz—. Odio las noches como ésta.
—Yo también. Gracias a Dios que ya se ha acabado la guardia.
Gabriel tardó unos minutos en abrir los ojos. ¿Lo había soñado?
Se frotó la barbilla. No lo sabía. Estaba con Julia en el huerto y de repente había oído hablar a las
enfermeras.
Notó un zumbido en la cabeza al recordar a Julia en la mesa de operaciones, pálida e inmóvil.
Las enfermeras tenían que estar hablando de ella.
«No me puedo creer que la hayamos perdido.»
Luchó por contener un sollozo al oír pasos que se acercaban. Tenía la mirada clavada en el suelo,
por lo que lo primero que vio fueron un par de zapatos muy feos. Sabía que era de lo más inadecuado,
pero no pudo evitar pensar que eran gruesos y poco favorecedores. Parecía que estuvieran hechos de
madera.
«Qué manera de malgastar unos buenos pies.»
Levantó la cabeza.
La enfermera, a la que no había visto antes, le dirigió una sonrisa tensa.
—Soy Angie, señor Emerson. ¿Le gustaría conocer a su hija?
Asintiendo con la cabeza, se levantó con dificultad.
—Siento que haya tenido que estar aquí tanto rato. Alguien debería haber venido a buscarlo antes,
pero la guardia ha sido muy movida y acabamos de hacer el cambio de turno.
Angie lo guió hasta una habitación cercana, donde había una cunita. Otra enfermera estaba
escribiendo en un historial médico.
Gabriel se acercó a la cuna transparente y miró.
Un pequeño fardo blanco yacía inmóvil. Al fijarse, vio una cara rojiza y una mata de pelo negro
medio cubierta por un gorrito lila.
—Tiene pelo.
Angie estaba a su lado.
—Sí, mucho pelo. Ha pesado casi cuatro kilos y mide cuarenta y ocho centímetros. Es un bebé
muy hermoso.
Angie la cogió en brazos y la acunó.
—Le daremos una pulsera como la que lleva ella para que sepamos que es suya.
La otra enfermera le colocó a Gabriel una pulsera de plástico blanco en la muñeca.
—¿Le gustaría sostenerla?
Él asintió, secándose el sudor frío de las palmas en la ropa verde de quirófano.
Angie le colocó el bebé en los brazos con mucha delicadeza. Inmediatamente, la niña abrió los
ojos, que eran grandes y de color azul oscuro, y lo miró.
Cuando sus miradas se cruzaron, Gabriel sintió que el mundo dejaba de girar.
Luego ella bostezó, abriendo mucho su diminuta boca rosada y volvió a cerrar los ojos. —Es preciosa —susurró.
—Sí, lo es. Y está sana. El parto ha sido complicado, pero está bien. Aunque ahora tenga la cara
un poco hinchada, es normal. Se le pasará pronto.
Gabriel levantó el brazo hasta que tuvo a la niña a escasos centímetros de la cara.
—Hola, Rollito de primavera. Soy tu papá y llevo mucho tiempo deseando conocerte. Te quiero
mucho.
La abrazó y escuchó su delicada respiración, notando el latido de su diminuto corazón a través de
la ropa que la cubría.
—¿Y mi esposa? —preguntó Gabriel con la voz rota, sin molestarse en secarse las lágrimas que
le resbalaban por las mejillas.
Las enfermeras se miraron.
—¿La doctora Rubio aún no ha hablado con usted? —preguntó Angie.
Él abrazó a su hija con fuerza y negó con la cabeza.
Angie se volvió hacia la otra enfermera, que tenía el cejo fruncido.
—Ya debería haberlo hecho. Lo siento. Todos han estado muy ocupados y acabamos de hacer el
cambio de turno, pero igualmente... —Señalando una silla cercana, añadió—: ¿Por qué no se sienta
con su hija? Iré a buscar a la doctora.
Gabriel se sentó con la pequeña pegada al corazón.
Las caras de las enfermeras lo decían todo.
No habría una feliz reunión.
Nunca vería a Julia sosteniendo a la niña en brazos.
La había perdido. Igual que Dante perdió a Beatriz, había perdido a su amada.
—Te he fallado —murmuró.
Abrazando a la niña con más fuerza, Gabriel lloró.
Capitulo 85
85
—¡Joder! —La doctora Rubio dio una serie de instrucciones que el equipo se apresuró a cumplir.
—¿Qué pasa? —Gabriel agarró la mano de Julia con más fuerza.
La mujer lo señaló con la cabeza, sin mirarlo.
—Sacad al marido de aquí.
—¿Cómo? —Gabriel se puso de pie de un salto—. ¿Qué está pasando?
—He dicho que lo saquéis de aquí —le gritó la doctora Rubio a una de las enfermeras—. Y que
baje el cirujano de guardia. Inmediatamente.
Ésta se lo llevó hacia la puerta.
—¿Qué está pasando? ¡Díganme que está pasando! —exclamó con impotencia.
Nadie le respondió.
La enfermera le tiró del brazo.
Gabriel volvió a mirar a Julia. Tenía los ojos cerrados, la cara muy pálida, el cuerpo inmóvil.
Parecía que estuviera muerta.
—¿Se pondrá bien?
La enfermera lo llevó hasta la sala de espera de la zona quirúrgica.
—Alguien saldrá pronto a hablar con usted. —Asintiendo con la cabeza para darle ánimos, volvió
al quirófano.
Él se dejó caer en una silla, con la mente funcionándole a toda velocidad. No encontraba
respuestas. Habían estado preparándose para hacer la cesárea cuando de pronto...
Se quitó la mascarilla de la cara.
Sintió que el pánico le recorría las venas. Sólo veía el rostro de Julia y sus brazos extendidos,
como si estuviera en una cruz.
Gabriel soñó que iba caminando por el bosque de detrás de la casa de Selinsgrove. Había
recorrido ese camino mil veces. Podía recorrerlo de noche sin perderse, pero era de día.
Al acercarse al bosque, oyó que una voz lo llamaba. Se volvió y vio a Grace llamándolo desde el
porche.
—Vuelve.
Él negó con la cabeza y señaló hacia el huerto de manzanos.
—Tengo que ir a buscarla. La he perdido.
—No la has perdido —replicó Grace, con una sonrisa paciente.
—Sí. Se ha ido. —El corazón de Gabriel se aceleró
—No, no se ha ido. Vuelve a casa.
—Luego volveré, pero tengo que encontrarla. —Gabriel examinó los árboles antes de entrar en el
bosque por si la veía, pero no había ni rastro de ella.
Aceleró el paso hasta echarse a correr. Las ramas se rompían tras arañarle la cara o la ropa. Al
llegar al claro se dejó caer de rodillas y apoyó las manos en el suelo. Examinó el claro rápidamente y
soltó un grito angustiado al darse cuenta de que Julianne no estaba allí.
—¡Joder! —La doctora Rubio dio una serie de instrucciones que el equipo se apresuró a cumplir.
—¿Qué pasa? —Gabriel agarró la mano de Julia con más fuerza.
La mujer lo señaló con la cabeza, sin mirarlo.
—Sacad al marido de aquí.
—¿Cómo? —Gabriel se puso de pie de un salto—. ¿Qué está pasando?
—He dicho que lo saquéis de aquí —le gritó la doctora Rubio a una de las enfermeras—. Y que
baje el cirujano de guardia. Inmediatamente.
Ésta se lo llevó hacia la puerta.
—¿Qué está pasando? ¡Díganme que está pasando! —exclamó con impotencia.
Nadie le respondió.
La enfermera le tiró del brazo.
Gabriel volvió a mirar a Julia. Tenía los ojos cerrados, la cara muy pálida, el cuerpo inmóvil.
Parecía que estuviera muerta.
—¿Se pondrá bien?
La enfermera lo llevó hasta la sala de espera de la zona quirúrgica.
—Alguien saldrá pronto a hablar con usted. —Asintiendo con la cabeza para darle ánimos, volvió
al quirófano.
Él se dejó caer en una silla, con la mente funcionándole a toda velocidad. No encontraba
respuestas. Habían estado preparándose para hacer la cesárea cuando de pronto...
Se quitó la mascarilla de la cara.
Sintió que el pánico le recorría las venas. Sólo veía el rostro de Julia y sus brazos extendidos,
como si estuviera en una cruz.
Gabriel soñó que iba caminando por el bosque de detrás de la casa de Selinsgrove. Había
recorrido ese camino mil veces. Podía recorrerlo de noche sin perderse, pero era de día.
Al acercarse al bosque, oyó que una voz lo llamaba. Se volvió y vio a Grace llamándolo desde el
porche.
—Vuelve.
Él negó con la cabeza y señaló hacia el huerto de manzanos.
—Tengo que ir a buscarla. La he perdido.
—No la has perdido —replicó Grace, con una sonrisa paciente.
—Sí. Se ha ido. —El corazón de Gabriel se aceleró
—No, no se ha ido. Vuelve a casa.
—Luego volveré, pero tengo que encontrarla. —Gabriel examinó los árboles antes de entrar en el
bosque por si la veía, pero no había ni rastro de ella.
Aceleró el paso hasta echarse a correr. Las ramas se rompían tras arañarle la cara o la ropa. Al
llegar al claro se dejó caer de rodillas y apoyó las manos en el suelo. Examinó el claro rápidamente y
soltó un grito angustiado al darse cuenta de que Julianne no estaba allí.
Capitulo 84
84
En su ausencia, Julia cerró los ojos y se concentró en respirar hasta que estuvo en el quirófano y la
doctora Rubio empezó a tocar el área que habían desinfectado para la incisión.
—Lo he notado —dijo Julia, claramente alarmada.
—¿Notas una presión?
—No. He notado cómo me pellizcaba la piel.
Gabriel estaba sentado junto a ella, por encima de la pantalla de tela que le tapaba la visión de la
mitad inferior de su cuerpo.
—¿Te duele?
—No —respondió Julia, asustada—, pero aún siento el dolor. Tengo miedo de notar la incisión.
La doctora Rubio repitió la prueba, pellizcándole la piel varias veces. Ella insistía, cada vez más
aterrorizada, en que notaba todos los pellizcos.
—Tenemos que dormirla —anunció el anestesista, moviéndose rápidamente para preparar una
anestesia general.
—Es duro para el bebé. Dale otra cosa —protestó la doctora Rubio.
—No puedo darle nada más. Lleva una epidural y un calmante. Voy a dormirla.
Julia levantó la vista hacia los amables ojos del médico anestesista.
—Lo siento —se disculpó.
Él le dio unas palmaditas en el hombro.
—Cariño, no lo hagas. Esto es el pan de cada día. Tú sólo trata de relajarte.
Mientras el equipo se movía rápidamente de un lado a otro preparándolo todo, Gabriel no paraba
de hacer preguntas.
Julia le apretó la mano, como pidiéndole que no perdiera los nervios. Necesitaba que no perdiera
el control. Necesitaba que cuidara de ella mientras estuviera anestesiada.
Apenas se daba cuenta de lo que los médicos estaban haciendo, ni de las instrucciones del
anestesista. Lo último que oyó antes de sumirse en la oscuridad fue la voz de Gabriel asegurándole
que estaría a su lado hasta que se despertara.
En su ausencia, Julia cerró los ojos y se concentró en respirar hasta que estuvo en el quirófano y la
doctora Rubio empezó a tocar el área que habían desinfectado para la incisión.
—Lo he notado —dijo Julia, claramente alarmada.
—¿Notas una presión?
—No. He notado cómo me pellizcaba la piel.
Gabriel estaba sentado junto a ella, por encima de la pantalla de tela que le tapaba la visión de la
mitad inferior de su cuerpo.
—¿Te duele?
—No —respondió Julia, asustada—, pero aún siento el dolor. Tengo miedo de notar la incisión.
La doctora Rubio repitió la prueba, pellizcándole la piel varias veces. Ella insistía, cada vez más
aterrorizada, en que notaba todos los pellizcos.
—Tenemos que dormirla —anunció el anestesista, moviéndose rápidamente para preparar una
anestesia general.
—Es duro para el bebé. Dale otra cosa —protestó la doctora Rubio.
—No puedo darle nada más. Lleva una epidural y un calmante. Voy a dormirla.
Julia levantó la vista hacia los amables ojos del médico anestesista.
—Lo siento —se disculpó.
Él le dio unas palmaditas en el hombro.
—Cariño, no lo hagas. Esto es el pan de cada día. Tú sólo trata de relajarte.
Mientras el equipo se movía rápidamente de un lado a otro preparándolo todo, Gabriel no paraba
de hacer preguntas.
Julia le apretó la mano, como pidiéndole que no perdiera los nervios. Necesitaba que no perdiera
el control. Necesitaba que cuidara de ella mientras estuviera anestesiada.
Apenas se daba cuenta de lo que los médicos estaban haciendo, ni de las instrucciones del
anestesista. Lo último que oyó antes de sumirse en la oscuridad fue la voz de Gabriel asegurándole
que estaría a su lado hasta que se despertara.
Capitulo 83
83
—¿Julia? —Gabriel le apretaba la mano cada vez que empezaba una contracción, con la vista clavada
en el monitor para poder anunciarle cuando ésta comenzaba a disminuir. Luego le acariciaba los
nudillos o la frente.
—Lo estás haciendo muy bien.
Gabriel no. Estaba desaliñado y nervioso y cuando tenía un poco de tiempo para pensar en ello, se
sentía extremadamente preocupado. A pesar de que estaban en un hospital con una excelente
reputación en Boston, rodeados de un excelente personal sanitario, estaba aterrorizado.
Sin embargo, se cuidaba de mantener sus miedos en secreto, rezando en silencio para que Julia y
Rollito de primavera estuvieran bien.
Poco antes de las nueve de la noche, Julia empezó a tener fiebre. A aquella hora, la doctora Rubio
ya estaba al cargo. La examinó y ordenó que le suministraran un antibiótico por el gota a gota.
Gabriel se mordió el labio mientras observaba a la enfermera colgar una nueva bolsa al lado de
los demás fluidos que entraban lentamente en el brazo de su esposa.
La doctora Rubio rompió la bolsa del líquido amniótico y animó a Julia a que empezara a
empujar. La anestesia epidural le quitaba parte del dolor, pero no del todo, aún tenía sensibilidad en la
mitad inferior del cuerpo.
La enfermera Susan le sostenía una de las piernas mientras Gabriel le aguantaba la otra. Julia
apretaba con todas sus fuerzas y, aunque la doctora Rubio y él la animaban a seguir, lo cierto era que
no pasaba nada. Finalmente, la obstetra reconoció lo que Gabriel llevaba rato temiéndose. Rollito de
primavera seguía atravesada y estaba situada demasiado arriba como para poder sacarla con fórceps.
Julia gruñó débilmente al oír las noticias, dejándose caer en la cama, exhausta.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Gabriel.
La doctora Rubio frunció los labios.
—Significa que hemos de hacer una cesárea de urgencia. El ritmo cardíaco del bebé empieza a
acelerarse y su esposa tiene fiebre, lo que indica que probablemente haya infección. Voy a avisar al
equipo quirúrgico. Hemos de operar cuanto antes.
—Me parece bien. Lo que haga falta —dijo Julia.
Estaba cansada, muy cansada. La idea de acabar el parto, del modo que fuera, le resultaba muy
agradable.
—¿Está segura? —preguntó Gabriel, apretando la mano de su esposa con fuerza.
—La verdad es que no tenemos más opciones, señor Emerson. El bebé no puede nacer en esa
postura. —La voz de la doctora Rubio era firme.
—Ya le he dicho que es profesor Emerson —saltó él, hecho un manojo de nervios.
—Cariño, relájate. Todo va a salir bien. —Julia sonrió débilmente y cerró los ojos, animándose
mentalmente para resistir la siguiente oleada de dolor que le recorrería el cuerpo.
Él le dio un casto beso y le murmuró una disculpa justo antes de que la habitación se convirtiera
en un hervidero de actividad. El anestesista llegó y le hizo una serie de preguntas. La enfermera le
pidió a Gabriel que la acompañara para ponerse ropa quirúrgica.
Él no quería separarse de Julia ni un segundo. Llevaba horas a su lado, dándole a chupar trocitos de hielo y apretándole la mano. Pero si quería entrar con ella en el quirófano, tenía que ponerse ropa
estéril.
Antes de que se marchara, Julia alargó la mano hacia él. Gabriel se la cogió y le besó la palma.
—No me arrepiento —susurró.
Él se echó un poco hacia atrás para mirarla. La medicación parecía estarla afectando.
—¿De qué no te arrepientes, querida?
—De haberme quedado embarazada. Cuando todo esto haya acabado, tendremos a nuestra hija.
Seremos una familia. Para siempre.
Gabriel le dirigió una sonrisa forzada y la besó en la frente.
—Te veré en seguida. Sé fuerte.
Ella le devolvió la sonrisa antes de volver a cerrar los ojos, respirando hondo para resistir la
siguiente contracción.
—¿Julia? —Gabriel le apretaba la mano cada vez que empezaba una contracción, con la vista clavada
en el monitor para poder anunciarle cuando ésta comenzaba a disminuir. Luego le acariciaba los
nudillos o la frente.
—Lo estás haciendo muy bien.
Gabriel no. Estaba desaliñado y nervioso y cuando tenía un poco de tiempo para pensar en ello, se
sentía extremadamente preocupado. A pesar de que estaban en un hospital con una excelente
reputación en Boston, rodeados de un excelente personal sanitario, estaba aterrorizado.
Sin embargo, se cuidaba de mantener sus miedos en secreto, rezando en silencio para que Julia y
Rollito de primavera estuvieran bien.
Poco antes de las nueve de la noche, Julia empezó a tener fiebre. A aquella hora, la doctora Rubio
ya estaba al cargo. La examinó y ordenó que le suministraran un antibiótico por el gota a gota.
Gabriel se mordió el labio mientras observaba a la enfermera colgar una nueva bolsa al lado de
los demás fluidos que entraban lentamente en el brazo de su esposa.
La doctora Rubio rompió la bolsa del líquido amniótico y animó a Julia a que empezara a
empujar. La anestesia epidural le quitaba parte del dolor, pero no del todo, aún tenía sensibilidad en la
mitad inferior del cuerpo.
La enfermera Susan le sostenía una de las piernas mientras Gabriel le aguantaba la otra. Julia
apretaba con todas sus fuerzas y, aunque la doctora Rubio y él la animaban a seguir, lo cierto era que
no pasaba nada. Finalmente, la obstetra reconoció lo que Gabriel llevaba rato temiéndose. Rollito de
primavera seguía atravesada y estaba situada demasiado arriba como para poder sacarla con fórceps.
Julia gruñó débilmente al oír las noticias, dejándose caer en la cama, exhausta.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Gabriel.
La doctora Rubio frunció los labios.
—Significa que hemos de hacer una cesárea de urgencia. El ritmo cardíaco del bebé empieza a
acelerarse y su esposa tiene fiebre, lo que indica que probablemente haya infección. Voy a avisar al
equipo quirúrgico. Hemos de operar cuanto antes.
—Me parece bien. Lo que haga falta —dijo Julia.
Estaba cansada, muy cansada. La idea de acabar el parto, del modo que fuera, le resultaba muy
agradable.
—¿Está segura? —preguntó Gabriel, apretando la mano de su esposa con fuerza.
—La verdad es que no tenemos más opciones, señor Emerson. El bebé no puede nacer en esa
postura. —La voz de la doctora Rubio era firme.
—Ya le he dicho que es profesor Emerson —saltó él, hecho un manojo de nervios.
—Cariño, relájate. Todo va a salir bien. —Julia sonrió débilmente y cerró los ojos, animándose
mentalmente para resistir la siguiente oleada de dolor que le recorrería el cuerpo.
Él le dio un casto beso y le murmuró una disculpa justo antes de que la habitación se convirtiera
en un hervidero de actividad. El anestesista llegó y le hizo una serie de preguntas. La enfermera le
pidió a Gabriel que la acompañara para ponerse ropa quirúrgica.
Él no quería separarse de Julia ni un segundo. Llevaba horas a su lado, dándole a chupar trocitos de hielo y apretándole la mano. Pero si quería entrar con ella en el quirófano, tenía que ponerse ropa
estéril.
Antes de que se marchara, Julia alargó la mano hacia él. Gabriel se la cogió y le besó la palma.
—No me arrepiento —susurró.
Él se echó un poco hacia atrás para mirarla. La medicación parecía estarla afectando.
—¿De qué no te arrepientes, querida?
—De haberme quedado embarazada. Cuando todo esto haya acabado, tendremos a nuestra hija.
Seremos una familia. Para siempre.
Gabriel le dirigió una sonrisa forzada y la besó en la frente.
—Te veré en seguida. Sé fuerte.
Ella le devolvió la sonrisa antes de volver a cerrar los ojos, respirando hondo para resistir la
siguiente contracción.
CAPITULO 82
82
9 de septiembre de 2012
Cambridge, Massachusetts
Un gemido sordo salió del cuarto de baño.
Gabriel abrió los ojos, confuso. Por un momento no supo dónde estaba. Al oír un nuevo gemido,
se levantó y fue tropezando en la oscuridad hasta la puerta del baño.
—Cariño, ¿estás bien?
Abrió la puerta y se encontró a Julia doblaba, agarrándose con tanta fuerza a la encimera del
lavabo que tenía los nudillos blancos. Estaba respirando profundamente.
—¿Quieres que llame a Rebecca? —Gabriel se volvió, dispuesto a echar a correr escaleras abajo.
—No, llama al hospital.
—¿Y qué les digo?
—Que creo que estoy de parto.
Él se asustó. Empezó a hacerle preguntas a toda velocidad, mientras buscaba las gafas y el móvil
en el dormitorio para llamar al Servicio de Maternidad del hospital Mount Auburn.
—¿Has roto aguas? —le preguntó poco después, siguiendo las instrucciones de una enfermera.
—No. Tu tarima sigue intacta.
—Muy graciosa, Julianne. ¿Ha empezado el parto?
—Eso creo. Las contracciones son fuertes y regulares —respondió, tratando de respirar hondo y
de relajarse, tal como había practicado con su profesora de yoga, que le había asegurado que
funcionaría.
(Estaba empezando a plantearse pedirle que le devolviera el dinero.)
—¿Cada cuántos minutos tienes contracciones?
—Cada seis —respondió ella, molesta.
Estaba tratando de concentrarse en la respiración y las constantes preguntas de Gabriel (por
mucho que lo amara) no la estaban ayudando.
—La enfermera dice que debemos ir al hospital inmediatamente. Ya tengo tu bolsa y la canastilla
del bebé. ¿Estás lista? —preguntó Gabriel, tratando de aparentar calma y acariciándole la espalda por
encima de la amplia camiseta.
—Sí, vamos. —Enderezándose, miró a su esposo de arriba abajo—. No puedes ir así.
—¿Por qué no? —se sorprendió él, peinándose un poco con los dedos para que pareciera que
había dormido toda la noche. Luego se pasó los dedos por la cara—. Ahora no tengo tiempo de
afeitarme.
—Mírate.
Gabriel se miró en el espejo. Para su sorpresa y disgusto, se dio cuenta de que iba sólo con ropa
interior, con unos bóxers descarados que llevaban impresa la frase «Los medievalistas lo hacen en la
(era de la) Oscuridad» en letras fosforescentes.
—Mierda. Dame un minuto.
Julia lo siguió bamboleándose, sin poder aguantarse la risa.
—A Scott le gustará saber que su regalo de Navidad nos ha acompañado al hospital. Al menos, si se va la luz, podremos encontrarte. Sólo tendrás que bajarte los pantalones.
—Estás muy chistosa hoy, señora Emerson.
Ella siguió riéndose. Ese faux pas estilístico le parecía de lo más gracioso.
Durante las dos últimas semanas, había dejado de usar la lencería que habían comprado en Agent
Provocateur con la excusa de que no la abrigaba lo necesario. Gabriel había replicado que los
pantalones de yoga y las camisetas eran un agravio a su atractivo sexual y le había sugerido que se
arrimara a él si tenía frío. Pero Julia había preferido abrazarse a su almohada corporal.
—Esos bóxers medievales son un agravio a tu atractivo sexual —lo provocó, sujetándose el
vientre mientras se reía a carcajadas.
Él la fulminó con la mirada mientras se ponía una camisa y unos vaqueros. Luego la sujetó por el
codo y se pusieron en marcha. Al pasar frente al cuarto del bebé, tuvieron que detenerse por una nueva
contracción.
Gabriel encendió la lámpara de la habitación, un candelabro blanco y rosa, para verle la cara.
—¿Duele mucho?
—Sí. —Julia trató de distraerse apoyándose en el marco de la puerta y mirando la habitación.
Ella se habría conformado con comprar los muebles y los accesorios para la niña en Target, pero
Gabriel había insistido en que fueran de Pottery Barn.
(Entre paréntesis, debe destacarse que Julia siempre se refería a Pottery Barn como Protestant
Barn, ya que le parecía que todos sus muebles eran el vivo retrato de la cultura WASP o, lo que es lo
mismo, la cultura blanca, anglosajona y protestante. Los muebles le parecían preciosos, pero
demasiado caros.)
Entre los que compraron y los generosos regalos de sus parientes y amigos, habían convertido
una de las habitaciones de invitados en una tranquila habitación infantil. Julia había elegido el verde
salvia como tono para las paredes y el blanco para la ebanistería y las molduras del techo. Una
original alfombra con flores en rosa, amarillo y verde pastel cubría la tarima de roble.
—Es mi habitación favorita del mundo entero —susurró, mirando las calcomanías de Winnie the
Pooh que habían pegado en la cuna y el cambiador a la espera de que unos curiosos ojitos las miraran.
—La está esperando. —Gabriel sonrió—. Está esperando a nuestro Rollito de primavera.
Cuando la contracción hubo pasado, él le dio la mano, la ayudó a bajar la escalera y a subir al
Volvo, donde Gabriel ya había hecho instalar una sillita de bebé. Antes de ponerse en marcha, le envió
un SMS a Rebecca, poniéndola al corriente y asegurándole que se mantendría en contacto.
Poco después llegaron a l Bain Birthing Center, l a sección de maternidad del hospital Mount
Auburn. Una vez que estuvieron instalados en su habitación, Gabriel se obligó a adoptar una actitud
tranquila. No quería que Julia notara lo nervioso que estaba ni los miedos que le atenazaban las
entrañas.
Pero ella lo sabía igualmente. Conocía sus temores y por eso le apretó la mano y le dijo que la
niña y ella estarían bien.
Durante la exploración, Gabriel no le soltó la mano. La obstetra de guardia les dijo que Rollito de
primavera venía atravesada y que esperaba que cambiara de postura cuando llegara el momento de
salir.
La enfermera Tracy se encargó de distraer a Gabriel, que estaba a punto de pedir una explicación
detallada de la posición atravesada, enseñándole a leer el monitor para que pudiera avisar a Julia de
cuándo la contracción llegaba a su pico y cuándo estaba a punto de acabar. Ella agradeció que lo entretuvieran, pero eso no impidió que él buscara en el iPhone información
sobre la postura atravesada y el modo de afrontarla.
(Debe señalarse que, a esas alturas, Julia deseó que se hubiera dejado el dichoso trasto en casa.)
Por suerte, la medicación para el dolor que le habían dado le permitió adormecerse.
—¿Julianne?
Cuando abrió los ojos, vio a su marido inclinado sobre ella, mirándolo con expresión preocupada.
Ella le dirigió una sonrisa débil que casi le partió el corazón.
—Te estabas quejando.
—Debía de estar soñando.
Levantó la mano y él se la cogió, llevándosela a los labios para besarla.
—Mis anillos —musitó ella, señalando el anillo de boda de Gabriel—. ¿Los he perdido?
Él le acarició los dedos desnudos.
—Te los quitaste hace meses, ¿recuerdas? Se te hinchaban los dedos y tenías miedo de no poder
quitártelos más adelante. Te los colgaste de la cadena que te regalé hace un año en el huerto de
manzanos.
Ella se llevó la mano al cuello.
—Lo había olvidado. La guardé en el joyero anoche.
—Tuviste una premonición. Rollito de primavera ya casi está aquí.
Julia cerró los ojos.
—Pensaba que no iba a haber nada más sacrificado y absorbente que el programa de estudios de
Harvard. Pero me equivocaba.
A Gabriel se le hizo un nudo en el estómago.
—Dentro de nada podrás volver a la universidad. Rebecca y yo te ayudaremos.
Julia hizo un ruido aprobatorio con la boca cerrada.
—Ya sé que era demasiado pronto para tener un hijo —le susurró él al oído—. Lo siento.
—Ya lo hemos hablado. A veces las sorpresas son lo mejor.
—Haré lo que haga falta para compensártelo.
—Tener una hija contigo no es ningún problema. Excepto por el dolor —hizo una mueca.
Gabriel le pegó los labios a la frente.
—He llamado a mi padre. Le he pedido que avise a tu padre y a Diane. No creo que puedan venir
con Tommy, pero Richard se ofrecerá a traerlos.
Ella asintió, pero no abrió los ojos.
—Bien —dijo.
Mientras Julia echaba otro sueñecito, la obstetra trató de tranquilizar a Gabriel explicándole que
era bastante habitual que el bebé se atravesara. A veces se colocaba bien por sus propios medios; otras
veces había que ayudarlo. No tenía de qué preocuparse.
Él agradeció mucho las explicaciones de la doctora, pero siguió intranquilo. Sacó fuerzas
pensando en el futuro que lo esperaba. Pronto conocería a su hija y podría empezar a ser padre.
Mientras Julia yacía en la cama del hospital, medio dormida y soñando, Gabriel recorría la
habitación de un lado a otro. Se la veía tan pequeña en la enorme cama de hospital... tan frágil.
Tan joven.
9 de septiembre de 2012
Cambridge, Massachusetts
Un gemido sordo salió del cuarto de baño.
Gabriel abrió los ojos, confuso. Por un momento no supo dónde estaba. Al oír un nuevo gemido,
se levantó y fue tropezando en la oscuridad hasta la puerta del baño.
—Cariño, ¿estás bien?
Abrió la puerta y se encontró a Julia doblaba, agarrándose con tanta fuerza a la encimera del
lavabo que tenía los nudillos blancos. Estaba respirando profundamente.
—¿Quieres que llame a Rebecca? —Gabriel se volvió, dispuesto a echar a correr escaleras abajo.
—No, llama al hospital.
—¿Y qué les digo?
—Que creo que estoy de parto.
Él se asustó. Empezó a hacerle preguntas a toda velocidad, mientras buscaba las gafas y el móvil
en el dormitorio para llamar al Servicio de Maternidad del hospital Mount Auburn.
—¿Has roto aguas? —le preguntó poco después, siguiendo las instrucciones de una enfermera.
—No. Tu tarima sigue intacta.
—Muy graciosa, Julianne. ¿Ha empezado el parto?
—Eso creo. Las contracciones son fuertes y regulares —respondió, tratando de respirar hondo y
de relajarse, tal como había practicado con su profesora de yoga, que le había asegurado que
funcionaría.
(Estaba empezando a plantearse pedirle que le devolviera el dinero.)
—¿Cada cuántos minutos tienes contracciones?
—Cada seis —respondió ella, molesta.
Estaba tratando de concentrarse en la respiración y las constantes preguntas de Gabriel (por
mucho que lo amara) no la estaban ayudando.
—La enfermera dice que debemos ir al hospital inmediatamente. Ya tengo tu bolsa y la canastilla
del bebé. ¿Estás lista? —preguntó Gabriel, tratando de aparentar calma y acariciándole la espalda por
encima de la amplia camiseta.
—Sí, vamos. —Enderezándose, miró a su esposo de arriba abajo—. No puedes ir así.
—¿Por qué no? —se sorprendió él, peinándose un poco con los dedos para que pareciera que
había dormido toda la noche. Luego se pasó los dedos por la cara—. Ahora no tengo tiempo de
afeitarme.
—Mírate.
Gabriel se miró en el espejo. Para su sorpresa y disgusto, se dio cuenta de que iba sólo con ropa
interior, con unos bóxers descarados que llevaban impresa la frase «Los medievalistas lo hacen en la
(era de la) Oscuridad» en letras fosforescentes.
—Mierda. Dame un minuto.
Julia lo siguió bamboleándose, sin poder aguantarse la risa.
—A Scott le gustará saber que su regalo de Navidad nos ha acompañado al hospital. Al menos, si se va la luz, podremos encontrarte. Sólo tendrás que bajarte los pantalones.
—Estás muy chistosa hoy, señora Emerson.
Ella siguió riéndose. Ese faux pas estilístico le parecía de lo más gracioso.
Durante las dos últimas semanas, había dejado de usar la lencería que habían comprado en Agent
Provocateur con la excusa de que no la abrigaba lo necesario. Gabriel había replicado que los
pantalones de yoga y las camisetas eran un agravio a su atractivo sexual y le había sugerido que se
arrimara a él si tenía frío. Pero Julia había preferido abrazarse a su almohada corporal.
—Esos bóxers medievales son un agravio a tu atractivo sexual —lo provocó, sujetándose el
vientre mientras se reía a carcajadas.
Él la fulminó con la mirada mientras se ponía una camisa y unos vaqueros. Luego la sujetó por el
codo y se pusieron en marcha. Al pasar frente al cuarto del bebé, tuvieron que detenerse por una nueva
contracción.
Gabriel encendió la lámpara de la habitación, un candelabro blanco y rosa, para verle la cara.
—¿Duele mucho?
—Sí. —Julia trató de distraerse apoyándose en el marco de la puerta y mirando la habitación.
Ella se habría conformado con comprar los muebles y los accesorios para la niña en Target, pero
Gabriel había insistido en que fueran de Pottery Barn.
(Entre paréntesis, debe destacarse que Julia siempre se refería a Pottery Barn como Protestant
Barn, ya que le parecía que todos sus muebles eran el vivo retrato de la cultura WASP o, lo que es lo
mismo, la cultura blanca, anglosajona y protestante. Los muebles le parecían preciosos, pero
demasiado caros.)
Entre los que compraron y los generosos regalos de sus parientes y amigos, habían convertido
una de las habitaciones de invitados en una tranquila habitación infantil. Julia había elegido el verde
salvia como tono para las paredes y el blanco para la ebanistería y las molduras del techo. Una
original alfombra con flores en rosa, amarillo y verde pastel cubría la tarima de roble.
—Es mi habitación favorita del mundo entero —susurró, mirando las calcomanías de Winnie the
Pooh que habían pegado en la cuna y el cambiador a la espera de que unos curiosos ojitos las miraran.
—La está esperando. —Gabriel sonrió—. Está esperando a nuestro Rollito de primavera.
Cuando la contracción hubo pasado, él le dio la mano, la ayudó a bajar la escalera y a subir al
Volvo, donde Gabriel ya había hecho instalar una sillita de bebé. Antes de ponerse en marcha, le envió
un SMS a Rebecca, poniéndola al corriente y asegurándole que se mantendría en contacto.
Poco después llegaron a l Bain Birthing Center, l a sección de maternidad del hospital Mount
Auburn. Una vez que estuvieron instalados en su habitación, Gabriel se obligó a adoptar una actitud
tranquila. No quería que Julia notara lo nervioso que estaba ni los miedos que le atenazaban las
entrañas.
Pero ella lo sabía igualmente. Conocía sus temores y por eso le apretó la mano y le dijo que la
niña y ella estarían bien.
Durante la exploración, Gabriel no le soltó la mano. La obstetra de guardia les dijo que Rollito de
primavera venía atravesada y que esperaba que cambiara de postura cuando llegara el momento de
salir.
La enfermera Tracy se encargó de distraer a Gabriel, que estaba a punto de pedir una explicación
detallada de la posición atravesada, enseñándole a leer el monitor para que pudiera avisar a Julia de
cuándo la contracción llegaba a su pico y cuándo estaba a punto de acabar. Ella agradeció que lo entretuvieran, pero eso no impidió que él buscara en el iPhone información
sobre la postura atravesada y el modo de afrontarla.
(Debe señalarse que, a esas alturas, Julia deseó que se hubiera dejado el dichoso trasto en casa.)
Por suerte, la medicación para el dolor que le habían dado le permitió adormecerse.
—¿Julianne?
Cuando abrió los ojos, vio a su marido inclinado sobre ella, mirándolo con expresión preocupada.
Ella le dirigió una sonrisa débil que casi le partió el corazón.
—Te estabas quejando.
—Debía de estar soñando.
Levantó la mano y él se la cogió, llevándosela a los labios para besarla.
—Mis anillos —musitó ella, señalando el anillo de boda de Gabriel—. ¿Los he perdido?
Él le acarició los dedos desnudos.
—Te los quitaste hace meses, ¿recuerdas? Se te hinchaban los dedos y tenías miedo de no poder
quitártelos más adelante. Te los colgaste de la cadena que te regalé hace un año en el huerto de
manzanos.
Ella se llevó la mano al cuello.
—Lo había olvidado. La guardé en el joyero anoche.
—Tuviste una premonición. Rollito de primavera ya casi está aquí.
Julia cerró los ojos.
—Pensaba que no iba a haber nada más sacrificado y absorbente que el programa de estudios de
Harvard. Pero me equivocaba.
A Gabriel se le hizo un nudo en el estómago.
—Dentro de nada podrás volver a la universidad. Rebecca y yo te ayudaremos.
Julia hizo un ruido aprobatorio con la boca cerrada.
—Ya sé que era demasiado pronto para tener un hijo —le susurró él al oído—. Lo siento.
—Ya lo hemos hablado. A veces las sorpresas son lo mejor.
—Haré lo que haga falta para compensártelo.
—Tener una hija contigo no es ningún problema. Excepto por el dolor —hizo una mueca.
Gabriel le pegó los labios a la frente.
—He llamado a mi padre. Le he pedido que avise a tu padre y a Diane. No creo que puedan venir
con Tommy, pero Richard se ofrecerá a traerlos.
Ella asintió, pero no abrió los ojos.
—Bien —dijo.
Mientras Julia echaba otro sueñecito, la obstetra trató de tranquilizar a Gabriel explicándole que
era bastante habitual que el bebé se atravesara. A veces se colocaba bien por sus propios medios; otras
veces había que ayudarlo. No tenía de qué preocuparse.
Él agradeció mucho las explicaciones de la doctora, pero siguió intranquilo. Sacó fuerzas
pensando en el futuro que lo esperaba. Pronto conocería a su hija y podría empezar a ser padre.
Mientras Julia yacía en la cama del hospital, medio dormida y soñando, Gabriel recorría la
habitación de un lado a otro. Se la veía tan pequeña en la enorme cama de hospital... tan frágil.
Tan joven.
capitulo 81
81
Agosto de 2012
Cerca de Burlington, Vermont
A lo largo del invierno, Paul cada vez pasó más tiempo con Allison. Iban a cenar y al cine. Flirteaban
a través de emails y mensajes de texto. Y en la granja de los Norris nunca faltaba el café de Dunkin’
Donuts ni las galletas caseras.
De hecho, su amistad con Ali (porque seguía llamándola así) se había convertido en algo muy
importante para él. Siempre esperaba con ganas volver a verla el fin de semana. Y aunque su relación
física no había ido más allá de unos cuantos besos castos, su conexión era cada vez mayor.
Ambos se llevaron una enorme alegría cuando en marzo le ofrecieron a Paul una plaza de
profesor auxiliar en el Departamento de Lengua Inglesa del Saint Michael’s College. No perdió
tiempo discutiendo el salario, un menor número de clases o cosas parecidas. Se limitó a aceptarlo.
Encantado.
Le escribió un email a Julia contándole las novedades laborales y, de este modo, reanudaron su
amistosa correspondencia ocasional. La sorpresa de Paul fue cuando menos mayúscula cuando en abril
recibió un correo suyo en el que le comunicaba que estaba embarazada.
Como llevaban varios meses sin hablar, no se atrevió a preguntarle sobre su cambio de opinión
respecto al embarazo. No quería disgustarla. Su amistad era demasiado valiosa para él. Y, además, no
podía olvidar que Gabriel iba a revisar su tesina, así que se limitó a escribirle un mensaje de
felicitación y a prometerle que le enviaría un regalo al bebé desde Vermont.
En junio había defendido la tesina con éxito y se había graduado por la Universidad de Toronto y
a finales de agosto trasladó sus libros a su nueva oficina del campus del St. Michael’s College.
Era feliz. Podría vivir en casa mientras ahorraba para la entrada de una vivienda propia. Ayudaría
en la granja cuando pudiera, aunque los nuevos empleados parecían tenerlo todo bajo control. Y la
salud de su padre había mejorado notablemente.
Mientras desembalaba sus libros en la oficina, encontró las figuras de Dante y Beatriz. Se dio
cuenta de que la empresa que las fabricaba había ignorado sus repetidas peticiones de que crearan una
figura de Virgilio.
(Su respuesta siempre era la misma: que Virgilio no era un héroe. Pero todo el mundo necesita un
poco de acción de vez en cuando.)
Mientras colocaba a Dante y Beatriz sobre el escritorio, alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo por encima del hombro—. Está abierto.
—Hola.
Cuando Paul apartó la vista de Dante y Beatriz y se volvió, Allison estaba en el umbral.
En ese instante, a pesar de que la había visto mil veces y de que la conocía desde hacía años, se
dio cuenta de lo bonita que era. La cara, el pelo, los ojos... Era hermosa.
—He pensado que quizá te encontraría aquí y que tal vez necesitaras ayuda.
—No hay que hacer gran cosa. Sólo estaba colocando los libros. —Dejó la caja vacía en el suelo.
Los ojos de ella perdieron su brillo.
—Oh, bueno. No quería molestarte. Te dejo con tus cosas.Cuando se volvió para irse, a Paul el alma se le cayó a los pies.
—Espera.
Se levantó, se acercó a ella y le cogió la mano.
—Me alegro de verte.
Allison le sonrió.
—Me alegro de que me veas.
—Has estado fuera dos semanas.
—Mi hermana necesitaba ayuda con los niños. Sólo tenía previsto estar allí una semana, pero ya
sabes cómo son estas cosas. —Levantó la mano para apartarle el pelo de la frente—. Te he echado de
menos. Contaba los días.
—Yo también te he echado de menos. Mucho.
Se quedaron mirándose en silencio lo que pareció una eternidad, hasta que Paul recuperó el habla:
—Iba a tomarme un descanso. ¿Te apetece ir a tomar pizza al American Flatbread?
—Me encantaría. —Allison hizo ademán de ir a salir del despacho, pero Paul le tiró de la mano:
Ella le dirigió una mirada confusa.
—Rosas —susurró él, acariciándole los nudillos con sus dedos encallecidos por el trabajo.
—¿Qué?
—Nuestra primera vez. Tu piel olía a rosas.
Dos manchas de rubor colorearon las mejillas de la chica.
—Pensaba que no te acordabas.
Él la miró fijamente.
—¿Cómo podría olvidarlo? Cada vez que huelo una rosa, pienso en ti.
—Ya no uso fragancia de rosas. Me cansé.
Él le colocó la mano en la mejilla.
Allison se apoyó en ella y cerró los ojos.
—¿Volverías a usarla para mí?
Ella abrió los ojos y lo miró solemne.
—Sólo si vas en serio.
—Voy en serio —la tranquilizó, dejando que leyera sus sentimientos en su mirada.
—Entonces sí.
Acercándose, Allison lo besó.
Paul cerró la puerta con un suave empujón y la abrazó.
Agosto de 2012
Cerca de Burlington, Vermont
A lo largo del invierno, Paul cada vez pasó más tiempo con Allison. Iban a cenar y al cine. Flirteaban
a través de emails y mensajes de texto. Y en la granja de los Norris nunca faltaba el café de Dunkin’
Donuts ni las galletas caseras.
De hecho, su amistad con Ali (porque seguía llamándola así) se había convertido en algo muy
importante para él. Siempre esperaba con ganas volver a verla el fin de semana. Y aunque su relación
física no había ido más allá de unos cuantos besos castos, su conexión era cada vez mayor.
Ambos se llevaron una enorme alegría cuando en marzo le ofrecieron a Paul una plaza de
profesor auxiliar en el Departamento de Lengua Inglesa del Saint Michael’s College. No perdió
tiempo discutiendo el salario, un menor número de clases o cosas parecidas. Se limitó a aceptarlo.
Encantado.
Le escribió un email a Julia contándole las novedades laborales y, de este modo, reanudaron su
amistosa correspondencia ocasional. La sorpresa de Paul fue cuando menos mayúscula cuando en abril
recibió un correo suyo en el que le comunicaba que estaba embarazada.
Como llevaban varios meses sin hablar, no se atrevió a preguntarle sobre su cambio de opinión
respecto al embarazo. No quería disgustarla. Su amistad era demasiado valiosa para él. Y, además, no
podía olvidar que Gabriel iba a revisar su tesina, así que se limitó a escribirle un mensaje de
felicitación y a prometerle que le enviaría un regalo al bebé desde Vermont.
En junio había defendido la tesina con éxito y se había graduado por la Universidad de Toronto y
a finales de agosto trasladó sus libros a su nueva oficina del campus del St. Michael’s College.
Era feliz. Podría vivir en casa mientras ahorraba para la entrada de una vivienda propia. Ayudaría
en la granja cuando pudiera, aunque los nuevos empleados parecían tenerlo todo bajo control. Y la
salud de su padre había mejorado notablemente.
Mientras desembalaba sus libros en la oficina, encontró las figuras de Dante y Beatriz. Se dio
cuenta de que la empresa que las fabricaba había ignorado sus repetidas peticiones de que crearan una
figura de Virgilio.
(Su respuesta siempre era la misma: que Virgilio no era un héroe. Pero todo el mundo necesita un
poco de acción de vez en cuando.)
Mientras colocaba a Dante y Beatriz sobre el escritorio, alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo por encima del hombro—. Está abierto.
—Hola.
Cuando Paul apartó la vista de Dante y Beatriz y se volvió, Allison estaba en el umbral.
En ese instante, a pesar de que la había visto mil veces y de que la conocía desde hacía años, se
dio cuenta de lo bonita que era. La cara, el pelo, los ojos... Era hermosa.
—He pensado que quizá te encontraría aquí y que tal vez necesitaras ayuda.
—No hay que hacer gran cosa. Sólo estaba colocando los libros. —Dejó la caja vacía en el suelo.
Los ojos de ella perdieron su brillo.
—Oh, bueno. No quería molestarte. Te dejo con tus cosas.Cuando se volvió para irse, a Paul el alma se le cayó a los pies.
—Espera.
Se levantó, se acercó a ella y le cogió la mano.
—Me alegro de verte.
Allison le sonrió.
—Me alegro de que me veas.
—Has estado fuera dos semanas.
—Mi hermana necesitaba ayuda con los niños. Sólo tenía previsto estar allí una semana, pero ya
sabes cómo son estas cosas. —Levantó la mano para apartarle el pelo de la frente—. Te he echado de
menos. Contaba los días.
—Yo también te he echado de menos. Mucho.
Se quedaron mirándose en silencio lo que pareció una eternidad, hasta que Paul recuperó el habla:
—Iba a tomarme un descanso. ¿Te apetece ir a tomar pizza al American Flatbread?
—Me encantaría. —Allison hizo ademán de ir a salir del despacho, pero Paul le tiró de la mano:
Ella le dirigió una mirada confusa.
—Rosas —susurró él, acariciándole los nudillos con sus dedos encallecidos por el trabajo.
—¿Qué?
—Nuestra primera vez. Tu piel olía a rosas.
Dos manchas de rubor colorearon las mejillas de la chica.
—Pensaba que no te acordabas.
Él la miró fijamente.
—¿Cómo podría olvidarlo? Cada vez que huelo una rosa, pienso en ti.
—Ya no uso fragancia de rosas. Me cansé.
Él le colocó la mano en la mejilla.
Allison se apoyó en ella y cerró los ojos.
—¿Volverías a usarla para mí?
Ella abrió los ojos y lo miró solemne.
—Sólo si vas en serio.
—Voy en serio —la tranquilizó, dejando que leyera sus sentimientos en su mirada.
—Entonces sí.
Acercándose, Allison lo besó.
Paul cerró la puerta con un suave empujón y la abrazó.
Capitulo 80
80
Julio de 2012
Boston, Massachusetts
—No acabo de estar convencida. —Julia titubeó antes de entrar a la tienda de Agent Provocateur, de la
calle Newsbury.
—¿Por qué no? —Gabriel le dio la mano.
—Porque no es una tienda premamá. No tendrán nada que me vaya bien —respondió,
ruborizándose.
—Ya he hablado con Patricia. Nos está esperando. —Con una sonrisa, Gabriel añadió—: De
hecho, le he encargado ya algunas cosas.
Julia reconoció el nombre de la encargada, ya que se habían visto antes. A Gabriel no le daba
vergüenza comprar ropa interior femenina. Al contrario, le gustaba elegirla personalmente, al menos
para ocasiones especiales.
Y aquélla era una ocasión especial. A medida que el embarazo avanzaba, Julia se sentía cada vez
más incómoda durmiendo desnuda. Y como ninguna de sus prendas de lencería sexy le iba bien, había
empezado a dormir con pantalones de yoga y camisetas amplias. A él no le hizo ninguna gracia el
cambio.
Por eso había tomado cartas en el asunto.
Patricia les dispensó una calurosa acogida y los llevó a un cambiador amplio y privado, donde ya
los esperaba una hilera de camisones, batas y ropa interior.
—Llamadme si necesitáis algo —les dijo, señalando el teléfono interno que había sobre una
mesita, antes de dejarlos a solas.
Julia acarició la gasa negra transparente de un picardías, mientras Gabriel la observaba como si
fuera un gato contemplando a un ratón.
—No puedo hacerlo —dijo ella, mirando hacia el gran espejo triple con hostilidad.
—¿Por qué no? Estamos solos. Mira, Patricia nos ha preparado unas bebidas. —Gabriel puso
unos cuantos cubitos en un vaso y los cubrió de ginger-ale.
Julia aceptó la bebida, agradecida.
—No tengo un buen día. Parezco una vaca.
—No pareces una vaca —repuso él con decisión—. Estás embarazada. Y eres preciosa.
Ella bajó la vista.
—No quiero mirarme en ese enorme espejo. Pareceré un autobús visto desde tres ángulos.
—Qué tontería. —Le quitó la bebida de la mano y la dejó en la mesita—. Quítate la ropa.
—¿Qué?
—He dicho que te quites la ropa.
Ella dio un paso atrás.
—No puedo.
—Confía en mí —susurró Gabriel, acercándose.
Julia alzó la cara hacia él. La miraba con dulzura, pero con una gran determinación.
—¿Quieres hacerme llorar? Gabriel se tensó.
—No. Estoy tratando de que te veas con mis ojos. —Inmediatamente después, le hizo un gesto
con el dedo para que se acercara y ella obedeció.
Sujetándola por los hombros, le dio un beso en la frente.
—Elige algo que te guste y pruébatelo. Me sentaré aquí, de espaldas, mientras te lo pones. Si no
gusta nada de lo que hay aquí, iremos a otro sitio.
Julia se apoyó en su pecho y él le acarició los costados arriba y abajo.
Suspirando, se resignó y llevó algunos modelos a la pared del fondo, donde había varios
colgadores.
Sonriendo, Gabriel se sentó en el sillón de piel colocado a poca distancia de los espejos, pero lo
hizo de lado, dándole la espalda a su esposa para no disgustarla.
Se sirvió un vaso de Perrier y echó un vistazo a algunas de las prendas. Conociendo a Julianne, no
había pedido nada exageradamente provocativo, como camisones que no cubrieran los pechos, por
ejemplo. Se trataba de conseguir que ella volviera a sentirse sexy y recuperara la confianza, no que se
sintiera aún peor.
Aunque si de él dependiera habría elegido algunas cosas que sobrepasarían los límites de su
esposa, no quería incomodarla ni disgustarla. Se suponía que tenía que ser una tarde de compras
divertida y, si había suerte, excitante.
—Me aprieta un poco —se quejó ella.
—Se supone que van un poco apretados. Ven aquí para que pueda verte. —Gabriel clavó la vista
en el espejo y contuvo el aliento.
—Creo que necesito una talla más.
—No lo creo. Le di tus medidas a Patricia.
—¿Hiciste qué? —exclamó ella—. Pero si estoy enorme...
—Julianne —dijo él, en tono autoritario—. Ven aquí.
Ella respiró entrecortadamente y se acercó a los espejos.
El corazón de Gabriel se aceleró al verla.
Llevaba un picardías modelo Syble, de gasa negra adornada con pequeñas flores rosas bordadas.
Se había dejado puestas las bragas de embarazada negras, pero se había puesto también unas medias
asimismo negras con costura en la parte de atrás.
—Impresionante.
Julia se había detenido frente al espejo, con la mano sobre el vientre, entre las dos alas del
picardías. Luego se volvió lentamente para verse por detrás.
—Estás perfecta.
Los ojos de ella buscaron los de Gabriel en el espejo.
Él no pudo permanecer quieto. Se levantó y se situó a su espalda, resistiendo el impulso de
acariciarla. Sabía que si la tocaba, acabarían haciendo el amor en el sillón y la tarde de compras se
habría acabado casi antes de empezar. Tenía que aguantar un poco, por muy tentadora que estuviera.
—¿Qué te parece? —le preguntó a ella, con voz ronca.
—Me gusta, aunque sigo pensando que me aprieta un poco. —Tiró de las cintas, dejando un poco
más al descubierto sus crecidos pechos.
Gabriel se los cubrió con las manos y apretó con delicadeza.
—Te queda como un guante. Tienes un cuerpo precioso.La mirada de Julia se iluminó.
—¿Lo crees de verdad?
—Por supuesto. —Le acarició los pechos por encima de la tela, deslizando los pulgares por los
sensibles pezones.
Julia abrió un poco la boca al notar las sensaciones que le provocaban sus dedos mientras la
devoraba con la mirada. Su marido estaba excitado y no lo ocultaba. Al contrario. Estaba tratando de
seducirla.
Gabriel le echó el pelo a un lado y le pegó los labios a la oreja.
—Piensa en cómo te sentirás cuando te lo quite.
Y olvidándose de todo, le besó el cuello, sacando un poco la lengua para probar el sabor de su
piel.
—Hace mucho calor aquí, ¿no crees? —Julia se apoyó en él, cerrando los ojos.
—Y sólo acabamos de empezar. —Gabriel se pegó a su espalda para que notara su prominente
erección—. Creo que estamos de acuerdo en que este modelo nos lo llevamos. Ahora, pruébate otro.
Ella se volvió para besarlo y le enredó los dedos en el pelo. Y siguió besándolo hasta que casi se
olvidaron de qué habían ido a hacer allí.
Gabriel se acercó a la mesita y levantó el auricular del teléfono.
—¿Patricia? Vamos a necesitar más hielo.
Julio de 2012
Boston, Massachusetts
—No acabo de estar convencida. —Julia titubeó antes de entrar a la tienda de Agent Provocateur, de la
calle Newsbury.
—¿Por qué no? —Gabriel le dio la mano.
—Porque no es una tienda premamá. No tendrán nada que me vaya bien —respondió,
ruborizándose.
—Ya he hablado con Patricia. Nos está esperando. —Con una sonrisa, Gabriel añadió—: De
hecho, le he encargado ya algunas cosas.
Julia reconoció el nombre de la encargada, ya que se habían visto antes. A Gabriel no le daba
vergüenza comprar ropa interior femenina. Al contrario, le gustaba elegirla personalmente, al menos
para ocasiones especiales.
Y aquélla era una ocasión especial. A medida que el embarazo avanzaba, Julia se sentía cada vez
más incómoda durmiendo desnuda. Y como ninguna de sus prendas de lencería sexy le iba bien, había
empezado a dormir con pantalones de yoga y camisetas amplias. A él no le hizo ninguna gracia el
cambio.
Por eso había tomado cartas en el asunto.
Patricia les dispensó una calurosa acogida y los llevó a un cambiador amplio y privado, donde ya
los esperaba una hilera de camisones, batas y ropa interior.
—Llamadme si necesitáis algo —les dijo, señalando el teléfono interno que había sobre una
mesita, antes de dejarlos a solas.
Julia acarició la gasa negra transparente de un picardías, mientras Gabriel la observaba como si
fuera un gato contemplando a un ratón.
—No puedo hacerlo —dijo ella, mirando hacia el gran espejo triple con hostilidad.
—¿Por qué no? Estamos solos. Mira, Patricia nos ha preparado unas bebidas. —Gabriel puso
unos cuantos cubitos en un vaso y los cubrió de ginger-ale.
Julia aceptó la bebida, agradecida.
—No tengo un buen día. Parezco una vaca.
—No pareces una vaca —repuso él con decisión—. Estás embarazada. Y eres preciosa.
Ella bajó la vista.
—No quiero mirarme en ese enorme espejo. Pareceré un autobús visto desde tres ángulos.
—Qué tontería. —Le quitó la bebida de la mano y la dejó en la mesita—. Quítate la ropa.
—¿Qué?
—He dicho que te quites la ropa.
Ella dio un paso atrás.
—No puedo.
—Confía en mí —susurró Gabriel, acercándose.
Julia alzó la cara hacia él. La miraba con dulzura, pero con una gran determinación.
—¿Quieres hacerme llorar? Gabriel se tensó.
—No. Estoy tratando de que te veas con mis ojos. —Inmediatamente después, le hizo un gesto
con el dedo para que se acercara y ella obedeció.
Sujetándola por los hombros, le dio un beso en la frente.
—Elige algo que te guste y pruébatelo. Me sentaré aquí, de espaldas, mientras te lo pones. Si no
gusta nada de lo que hay aquí, iremos a otro sitio.
Julia se apoyó en su pecho y él le acarició los costados arriba y abajo.
Suspirando, se resignó y llevó algunos modelos a la pared del fondo, donde había varios
colgadores.
Sonriendo, Gabriel se sentó en el sillón de piel colocado a poca distancia de los espejos, pero lo
hizo de lado, dándole la espalda a su esposa para no disgustarla.
Se sirvió un vaso de Perrier y echó un vistazo a algunas de las prendas. Conociendo a Julianne, no
había pedido nada exageradamente provocativo, como camisones que no cubrieran los pechos, por
ejemplo. Se trataba de conseguir que ella volviera a sentirse sexy y recuperara la confianza, no que se
sintiera aún peor.
Aunque si de él dependiera habría elegido algunas cosas que sobrepasarían los límites de su
esposa, no quería incomodarla ni disgustarla. Se suponía que tenía que ser una tarde de compras
divertida y, si había suerte, excitante.
—Me aprieta un poco —se quejó ella.
—Se supone que van un poco apretados. Ven aquí para que pueda verte. —Gabriel clavó la vista
en el espejo y contuvo el aliento.
—Creo que necesito una talla más.
—No lo creo. Le di tus medidas a Patricia.
—¿Hiciste qué? —exclamó ella—. Pero si estoy enorme...
—Julianne —dijo él, en tono autoritario—. Ven aquí.
Ella respiró entrecortadamente y se acercó a los espejos.
El corazón de Gabriel se aceleró al verla.
Llevaba un picardías modelo Syble, de gasa negra adornada con pequeñas flores rosas bordadas.
Se había dejado puestas las bragas de embarazada negras, pero se había puesto también unas medias
asimismo negras con costura en la parte de atrás.
—Impresionante.
Julia se había detenido frente al espejo, con la mano sobre el vientre, entre las dos alas del
picardías. Luego se volvió lentamente para verse por detrás.
—Estás perfecta.
Los ojos de ella buscaron los de Gabriel en el espejo.
Él no pudo permanecer quieto. Se levantó y se situó a su espalda, resistiendo el impulso de
acariciarla. Sabía que si la tocaba, acabarían haciendo el amor en el sillón y la tarde de compras se
habría acabado casi antes de empezar. Tenía que aguantar un poco, por muy tentadora que estuviera.
—¿Qué te parece? —le preguntó a ella, con voz ronca.
—Me gusta, aunque sigo pensando que me aprieta un poco. —Tiró de las cintas, dejando un poco
más al descubierto sus crecidos pechos.
Gabriel se los cubrió con las manos y apretó con delicadeza.
—Te queda como un guante. Tienes un cuerpo precioso.La mirada de Julia se iluminó.
—¿Lo crees de verdad?
—Por supuesto. —Le acarició los pechos por encima de la tela, deslizando los pulgares por los
sensibles pezones.
Julia abrió un poco la boca al notar las sensaciones que le provocaban sus dedos mientras la
devoraba con la mirada. Su marido estaba excitado y no lo ocultaba. Al contrario. Estaba tratando de
seducirla.
Gabriel le echó el pelo a un lado y le pegó los labios a la oreja.
—Piensa en cómo te sentirás cuando te lo quite.
Y olvidándose de todo, le besó el cuello, sacando un poco la lengua para probar el sabor de su
piel.
—Hace mucho calor aquí, ¿no crees? —Julia se apoyó en él, cerrando los ojos.
—Y sólo acabamos de empezar. —Gabriel se pegó a su espalda para que notara su prominente
erección—. Creo que estamos de acuerdo en que este modelo nos lo llevamos. Ahora, pruébate otro.
Ella se volvió para besarlo y le enredó los dedos en el pelo. Y siguió besándolo hasta que casi se
olvidaron de qué habían ido a hacer allí.
Gabriel se acercó a la mesita y levantó el auricular del teléfono.
—¿Patricia? Vamos a necesitar más hielo.
Capitulo 79
Mayo de 2012
Sacramento, California
Natalie Lundy estaba especialmente animada ese día. La noticia de la ruptura entre Simon y April era
de dominio público. La familia de Simon le había dado la espalda y la campaña del senador Talbot
había quedado muy tocada.
En resumen, ya no había motivo para poner su nuevo trabajo en peligro yendo a hablar con los
periódicos sensacionalistas. Alguien se le había adelantado. Probablemente una ex amante celosa o un
rival político del padre de Simon.
Por suerte para ella, Natalie no conocía los planes de venganza de Simon. N i que éste había
abandonado dichos planes cuando April decidió no presentar cargos contra él. Le llegaron rumores de
que Simon estaba tratando de reconquistar a April, pero nadie creía que fuera a conseguirlo.
Y, desde luego, ni Natalie ni Simon sospechaban que Jack Mitchell estuviera detrás de sus
problemas, lo que permitía al ex marine dormir tranquilo por las noches, sabiendo que había hecho lo
necesario para proteger a su sobrina embarazada.
Sacramento, California
Natalie Lundy estaba especialmente animada ese día. La noticia de la ruptura entre Simon y April era
de dominio público. La familia de Simon le había dado la espalda y la campaña del senador Talbot
había quedado muy tocada.
En resumen, ya no había motivo para poner su nuevo trabajo en peligro yendo a hablar con los
periódicos sensacionalistas. Alguien se le había adelantado. Probablemente una ex amante celosa o un
rival político del padre de Simon.
Por suerte para ella, Natalie no conocía los planes de venganza de Simon. N i que éste había
abandonado dichos planes cuando April decidió no presentar cargos contra él. Le llegaron rumores de
que Simon estaba tratando de reconquistar a April, pero nadie creía que fuera a conseguirlo.
Y, desde luego, ni Natalie ni Simon sospechaban que Jack Mitchell estuviera detrás de sus
problemas, lo que permitía al ex marine dormir tranquilo por las noches, sabiendo que había hecho lo
necesario para proteger a su sobrina embarazada.
Capitulo 78
78
Cambridge, Massachusetts
Cuando Julia dejó por fin de sufrir mareos matutinos, desarrolló una extraña obsesión con la comida
tailandesa. Su restaurante tailandés favorito estaba cerca de su antiguo apartamento en Cambridge.
Insistía en que la comida de ese restaurante era la única que calmaba sus antojos, así que Gabriel o
Rebecca se aseguraban de encargar comida para llevar casi a diario.
A juzgar por la dieta de su esposa, Gabriel empezó a sospechar que el setenta y cinco por ciento
de su masa corporal (y de la del bebé) estaban compuestas por rollitos de primavera. Así que dejaron
de referirse a él (o ella) como Ralph. Gabriel, Rebecca y, poco después, Julia empezaron a llamarlo
Rollito de primavera.
A finales de abril, los Emerson volvieron al hospital Mount Auburn para una nueva ecografía.
Esperaban poder saber el sexo del bebé.
—Rollito de primavera es un niño —susurró Julia, tratando de ignorar las molestias que le
provocaba la vejiga, que estaba a punto de explotar.
—No —replicó Gabriel con una sonrisa—. Confía en mí. Conozco bien a las mujeres y este bebé
es niña, no me cabe duda.
Ella no pudo evitar echarse a reír.
Cuando la técnica que iba a realizarle la ecografía dijo su nombre, Julia apretó la mano de su
marido antes de seguirla a la sala de ultrasonidos, sola.
(A esas alturas Gabriel ya sabía que no servía de nada discutir con el personal del hospital.)
—¿Quiere saber el sexo del bebé? —le preguntó la mujer, dejando una batita sobre la camilla.
—Oh, sí, desde luego. Estamos deseando saberlo.
—Por supuesto. La dejo un momento para que se cambie. En seguida vuelvo. Me llamo Amelia.
—Y con una sonrisa, salió para que Julia se cambiara.
Minutos después, su redondeado vientre estaba cubierto por un gel pegajoso. Cuando la pantalla
empezó a ofrecer imágenes, Julia no podía apartar los ojos. Éstas cambiaban rápidamente y lo único
que distinguía con claridad era la cabeza o el cuerpo. El pobre Rollito de primavera parecía un
extraterrestre.
—Tenemos suerte —dijo Amelia, tocando varios botones para capturar imágenes—. El bebé está
bien colocado y podemos echarle un buen vistazo.
Julia suspiró aliviada. Estaba muy nerviosa.
—Tomaré unas cuantas imágenes más y luego avisaremos a su marido, ¿de acuerdo?
—Gracias.
Poco después, la mujer fue en busca de Gabriel. Cuando entró en la habitación, se acercó
rápidamente a Julia, le cogió la mano y se la llevó a los labios.
—¿Y bien? —preguntó, volviéndose hacia la técnica, que se había vuelto a sentar frente a la
pantalla.
—El bebé se está desarrollando correctamente. Todo está bien —respondió ella, señalando la
pantalla—. Felicidades, van a tener una niña.
Una amplia sonrisa de felicidad apareció en la cara de Gabriel.Los ojos de Julia se llenaron de lágrimas y se cubrió la boca con la mano como si estuviera muy
sorprendida.
—Te lo dije, mamá. Conozco a las mujeres —bromeó él, dándole un beso en la mejilla.
—Vamos a tener una niña —repitió Julia.
—¿Te parece bien? —preguntó Gabriel, preocupado.
—Me parece perfecto —susurró ella.
Gabriel hizo copias de las ecografías y las enmarcó, pero resistió la tentación de colocarlas fuera
de la intimidad del dormitorio y del estudio.
—Ahora que sabemos que Rollito de primavera es una niña, podríamos empezar a prepararle la
habitación —comentó una tarde mientras iban en el Volvo un sábado de mayo—. También tendríamos
que hablar del nombre.
—Me parece bien.
—¿Por qué no piensas en lo que quieres y vamos de compras?
Julia se volvió hacia él.
—¿Ahora?
—No, ahora vamos a comer, como te he prometido, pero luego podríamos empezar a mirar cosas
para la habitación. Algo que sea bonito pero funcional. Cómodo para ti y para ella, pero no demasiado
infantil.
—Es un bebé, Gabriel. Sus cosas van a ser infantiles.
—Ya sabes a qué me refiero. Quiero que sea elegante, que no parezca un jardín de infancia.
—¡Madre mía! —Julia disimuló la risa mientras se imaginaba qué iba a diseñar el Profesor para
su hija.
(Se imaginó algo en madera oscura y cuero color chocolate, con cortinas y cojines llenos de
rombos.)
Gabriel se aclaró la garganta.
—He estado mirando algunas cosas por Internet.
—¿Ah, sí? ¿En qué página web? ¿La de Restoration Hardware?
—Claro que no —respondió él, ofendido—. Las cosas que venden no son adecuadas para la
habitación de un bebé.
—Entonces, ¿en dónde?
Él le dirigió una mirada triunfal.
—En Pottery Barn Kids.
Julia gruñó.
—Nos hemos convertido en yuppies.
Gabriel la miró fingiendo horrorizarse.
—¿Por qué lo dices?
—Vamos en un Volvo y estamos hablando de comprar los muebles en el Pottery Barn.
—Para empezar, los Volvo son unos coches muy seguros y mucho más bonitos que los
monovolúmenes. Y los muebles de Pottery Barn resulta que son funcionales y atractivos al mismo
tiempo. Me gustaría llevarte a una tienda y así lo compruebas con tus propios ojos.
—Mientras me lleves a tomar comida tailandesa antes, no hay problema. Esta vez fue Gabriel quien puso los ojos en blanco.
—De acuerdo, pero pediremos que nos la pongan para llevar y nos la tomaremos en el parque. Y
yo me pediré comida hindú. Si vuelvo a ver un plato de Pad Thai en mi vida, no respondo de mis
actos.J ulia se echó a reír a carcajadas.
Esa noche, tarde, Gabriel se dirigió al dormitorio tras haber pasado un buen rato anotando cosas
que iban a necesitar para la habitación de la niña. Algunas formarían parte de la lista de regalos del
bebé. No habían pensado hacer una lista de ésas, y al principio a Gabriel le extrañó mucho la idea,
pero finalmente accedieron por la insistencia de sus hermanas (Kelly y Rachel) y de Diane, Cecilia y
Katherine.
(Se había disgustado un poco al enterarse de que la lista de regalos de Pottery Barn Kids no
incluía libros infantiles en italiano ni en yidish.)
Al pasar junto a la cama, camino del cuarto de baño, se fijó en que los pies de Julia le asomaban
por debajo del edredón. El resto del cuerpo lo tenía bien tapado.
Sonriendo, tiró del edredón para tapárselos.
Cambridge, Massachusetts
Cuando Julia dejó por fin de sufrir mareos matutinos, desarrolló una extraña obsesión con la comida
tailandesa. Su restaurante tailandés favorito estaba cerca de su antiguo apartamento en Cambridge.
Insistía en que la comida de ese restaurante era la única que calmaba sus antojos, así que Gabriel o
Rebecca se aseguraban de encargar comida para llevar casi a diario.
A juzgar por la dieta de su esposa, Gabriel empezó a sospechar que el setenta y cinco por ciento
de su masa corporal (y de la del bebé) estaban compuestas por rollitos de primavera. Así que dejaron
de referirse a él (o ella) como Ralph. Gabriel, Rebecca y, poco después, Julia empezaron a llamarlo
Rollito de primavera.
A finales de abril, los Emerson volvieron al hospital Mount Auburn para una nueva ecografía.
Esperaban poder saber el sexo del bebé.
—Rollito de primavera es un niño —susurró Julia, tratando de ignorar las molestias que le
provocaba la vejiga, que estaba a punto de explotar.
—No —replicó Gabriel con una sonrisa—. Confía en mí. Conozco bien a las mujeres y este bebé
es niña, no me cabe duda.
Ella no pudo evitar echarse a reír.
Cuando la técnica que iba a realizarle la ecografía dijo su nombre, Julia apretó la mano de su
marido antes de seguirla a la sala de ultrasonidos, sola.
(A esas alturas Gabriel ya sabía que no servía de nada discutir con el personal del hospital.)
—¿Quiere saber el sexo del bebé? —le preguntó la mujer, dejando una batita sobre la camilla.
—Oh, sí, desde luego. Estamos deseando saberlo.
—Por supuesto. La dejo un momento para que se cambie. En seguida vuelvo. Me llamo Amelia.
—Y con una sonrisa, salió para que Julia se cambiara.
Minutos después, su redondeado vientre estaba cubierto por un gel pegajoso. Cuando la pantalla
empezó a ofrecer imágenes, Julia no podía apartar los ojos. Éstas cambiaban rápidamente y lo único
que distinguía con claridad era la cabeza o el cuerpo. El pobre Rollito de primavera parecía un
extraterrestre.
—Tenemos suerte —dijo Amelia, tocando varios botones para capturar imágenes—. El bebé está
bien colocado y podemos echarle un buen vistazo.
Julia suspiró aliviada. Estaba muy nerviosa.
—Tomaré unas cuantas imágenes más y luego avisaremos a su marido, ¿de acuerdo?
—Gracias.
Poco después, la mujer fue en busca de Gabriel. Cuando entró en la habitación, se acercó
rápidamente a Julia, le cogió la mano y se la llevó a los labios.
—¿Y bien? —preguntó, volviéndose hacia la técnica, que se había vuelto a sentar frente a la
pantalla.
—El bebé se está desarrollando correctamente. Todo está bien —respondió ella, señalando la
pantalla—. Felicidades, van a tener una niña.
Una amplia sonrisa de felicidad apareció en la cara de Gabriel.Los ojos de Julia se llenaron de lágrimas y se cubrió la boca con la mano como si estuviera muy
sorprendida.
—Te lo dije, mamá. Conozco a las mujeres —bromeó él, dándole un beso en la mejilla.
—Vamos a tener una niña —repitió Julia.
—¿Te parece bien? —preguntó Gabriel, preocupado.
—Me parece perfecto —susurró ella.
Gabriel hizo copias de las ecografías y las enmarcó, pero resistió la tentación de colocarlas fuera
de la intimidad del dormitorio y del estudio.
—Ahora que sabemos que Rollito de primavera es una niña, podríamos empezar a prepararle la
habitación —comentó una tarde mientras iban en el Volvo un sábado de mayo—. También tendríamos
que hablar del nombre.
—Me parece bien.
—¿Por qué no piensas en lo que quieres y vamos de compras?
Julia se volvió hacia él.
—¿Ahora?
—No, ahora vamos a comer, como te he prometido, pero luego podríamos empezar a mirar cosas
para la habitación. Algo que sea bonito pero funcional. Cómodo para ti y para ella, pero no demasiado
infantil.
—Es un bebé, Gabriel. Sus cosas van a ser infantiles.
—Ya sabes a qué me refiero. Quiero que sea elegante, que no parezca un jardín de infancia.
—¡Madre mía! —Julia disimuló la risa mientras se imaginaba qué iba a diseñar el Profesor para
su hija.
(Se imaginó algo en madera oscura y cuero color chocolate, con cortinas y cojines llenos de
rombos.)
Gabriel se aclaró la garganta.
—He estado mirando algunas cosas por Internet.
—¿Ah, sí? ¿En qué página web? ¿La de Restoration Hardware?
—Claro que no —respondió él, ofendido—. Las cosas que venden no son adecuadas para la
habitación de un bebé.
—Entonces, ¿en dónde?
Él le dirigió una mirada triunfal.
—En Pottery Barn Kids.
Julia gruñó.
—Nos hemos convertido en yuppies.
Gabriel la miró fingiendo horrorizarse.
—¿Por qué lo dices?
—Vamos en un Volvo y estamos hablando de comprar los muebles en el Pottery Barn.
—Para empezar, los Volvo son unos coches muy seguros y mucho más bonitos que los
monovolúmenes. Y los muebles de Pottery Barn resulta que son funcionales y atractivos al mismo
tiempo. Me gustaría llevarte a una tienda y así lo compruebas con tus propios ojos.
—Mientras me lleves a tomar comida tailandesa antes, no hay problema. Esta vez fue Gabriel quien puso los ojos en blanco.
—De acuerdo, pero pediremos que nos la pongan para llevar y nos la tomaremos en el parque. Y
yo me pediré comida hindú. Si vuelvo a ver un plato de Pad Thai en mi vida, no respondo de mis
actos.J ulia se echó a reír a carcajadas.
Esa noche, tarde, Gabriel se dirigió al dormitorio tras haber pasado un buen rato anotando cosas
que iban a necesitar para la habitación de la niña. Algunas formarían parte de la lista de regalos del
bebé. No habían pensado hacer una lista de ésas, y al principio a Gabriel le extrañó mucho la idea,
pero finalmente accedieron por la insistencia de sus hermanas (Kelly y Rachel) y de Diane, Cecilia y
Katherine.
(Se había disgustado un poco al enterarse de que la lista de regalos de Pottery Barn Kids no
incluía libros infantiles en italiano ni en yidish.)
Al pasar junto a la cama, camino del cuarto de baño, se fijó en que los pies de Julia le asomaban
por debajo del edredón. El resto del cuerpo lo tenía bien tapado.
Sonriendo, tiró del edredón para tapárselos.
Capitulo 77
77
Washington, D. C.
Esa tarde, Simon Talbot llamó a la puerta de la oficina de su padre en la casa familiar de Georgetown.
Robert, el director de campaña de su padre, lo había ido a buscar y le había ordenado que volviera a
casa inmediatamente.
No tenía ni idea de qué podía ser tan urgente. Aquella mañana se había despedido de April tras
pasar un fin de semana tranquilo pero muy activo sexualmente. El fin de semana siguiente tenía
previsto sorprenderla volando a Durham. Pronto acabaría el semestre y la ayudaría a trasladar sus
cosas y su vida al apartamento de Washington, a su lado, donde tenía que estar.
—Adelante —dijo el senador.
Simon abrió la puerta y se acercó a la silla situada frente al escritorio de su padre.
—No te molestes en sentarte. Esto no nos llevará mucho tiempo —lo interrumpió el hombre,
malhumorado y seco como siempre—. ¿Has visto esto? —Dejó caer un montón de fotografías, que se
desparramaron por la mesa.
Simon miró la foto que le quedaba más cerca. Cogiéndola, la examinó y palideció
inmediatamente.
—¿Y bien? ¿Las habías visto antes? —repitió su padre, iracundo, elevando el tono de voz y
dando un sonoro puñetazo en la mesa.
—No. —Simon volvió a dejar la foto en la mesa, lentamente, mientras un escalofrío de miedo le
recorría la espalda.
—Eres tú, ¿no?
—Ah...
—¡No me mientas! ¿Eres tú?
—Sí. —Simon sintió una opresión en el pecho que le dificultaba respirar.
—¿Sacaste tú las fotos?
—No, papá, te lo juro. No tengo ni idea de quién las hizo.
Su padre maldijo en voz alta.
—Éstas son copias. ¿Tienes idea de cómo han llegado a mis manos?
Él negó con la cabeza.
—Me las ha dado el senador Hudson. Alguien le envió los originales a tu novia. Ella se lo contó a
su padre, quien hizo copias y me las envió.
La opresión del pecho de Simon empeoró.
—¿April las ha visto?
—Sí. Se puso histérica. Su madre ha tenido que ir a Durham para estar con ella. Ha tenido que
llevarla al hospital.
—¿A qué hospital? ¿Cómo se encuentra?
—¡Céntrate en el problema, chico, por el amor de Dios! ¿Tienes idea de lo que esto significa para
la campaña?
Simon apretó los puños.
—¿No puedes olvidarte de la campaña ni por un minuto? ¿Sabes si April hizo alguna tontería? ¿En qué hospital está?
—Tenemos suerte de que los Hudson no estén interesados en hacernos chantaje. Lo único que
quieren es que te alejes de su hija y la dejes en paz. La boda se ha cancelado, obviamente. Mañana
harán el anuncio oficial.
Simon se sacó el móvil del bolsillo y marcó una tecla. Se llevó el teléfono al oído, pero poco
después un mensaje grabado le hizo saber que ese número ya no estaba en servicio.
—Papá, puedo explicarlo. Déjame que hable con April. No es lo que ella piensa.
—¡Ni se te ocurra! —bramó su padre—. Robert ha reconocido a la chica que sale en las fotos. Era
una becaria que aún estaba en el instituto y que hizo prácticas en mi oficina. ¿Es que no te das cuenta
del daño que has causado? ¿Cómo has podido ser tan imbécil?
—Pero de esto hace un año. La fecha está mal. Te juro que a April le he sido fiel. La amo.
—¿La amas? —se burló su padre—. Pero no dejaste a tu puta pelirroja.
Simon dio un paso adelante.
—No es verdad. Rompí con ella. Lo digo en serio, papá. April es distinta a las demás.
El senador movió la mano en el aire como si estuviera espantando una mosca.
—Es demasiado tarde. Ella ya no quiere saber nada de ti. Y no me extraña. La chica de las fotos
tenía diecisiete años y trabajaba para mí. Te acostaste con ella y la incitaste a beber y a consumir
drogas. ¡Y todo está registrado en esas jodidas fotos! —Barrió la superficie de la mesa con el brazo,
lanzándolo todo por los aires: fotos, bolígrafos y papeles.
—Papá, te juro que puedo arreglarlo. Déjame hablar con April.
—No. —El senador se levantó, fulminando a su hijo con la mirada—. Los Hudson quieren que la
dejes en paz y eso es exactamente lo que vas a hacer.
—Pero, papá, yo...
—¡Haz lo que te mandan por una vez en la vida! —vociferó el hombre.
Simon agarró un jinete de bronce que había sobre la mesa y lo lanzó contra la pared.
—¡Eres tú el que nunca me escuchas! —exclamó—. Te pasas la puta vida gritando y dando
órdenes, pero nunca escuchas. Así que jódete. Que se joda la campaña y la familia. Lo único que me
ha importado en la vida es April y no pienso perderla.
Con esas palabras, salió del despacho dando un portazo.
Sentado en la comisaría de Durham, Simon pensaba que era una amarga ironía.
(Ya que, a diferencia de Gabriel, Simon no conocía el auténtico significado de la palabra
«ironía».)
Había intentado hablar con April en repetidas ocasiones, pero sin éxito. Le había enviado flores y
cartas, pero se las habían devuelto todas sin abrir. Le escribió emails, pero ella le bloqueó el acceso a
su cuenta.
Luego probó a esperarla a la puerta de su casa, pero lo único que consiguió fue que lo arrestaran.
Ahora estaba sentado en una comisaría de policía, esperando enterarse de si habían interpuesto cargos
contra él. No tenía abogado y sabía que esta vez no podía contar con la ayuda de su padre.
Su último arresto —tras el asalto a Julia— había sido merecido. La furia se había adueñado de él
y había querido hacerla sufrir. Pero con April había actuado movido por el amor. Su única esperanza
en esos momentos era aceptar el arresto y declararse culpable. Tal vez más adelante pudiese arreglar las cosas. Tal vez April o su madre, que era una mujer amable y compasiva, le concedieran cinco
minutos para explicarse.
No sabía quién le había hecho esas fotos. No le había contado a Natalie ese encuentro, aunque
ella había estado en esa habitación de hotel otras veces. Tal vez había contratado a alguien para que lo
espiara.
Pero estaba convencido de que había sido Natalie la que se las había enviado a April. Era la única
que ganaba algo rompiendo el compromiso de Simon. De un solo golpe, lo había perjudicado a él, a
April y a la campaña de su padre. Y la conocía. Era una zorra vengativa, muy capaz de hacer algo así.
Así que, mientras esperaba a que pasara el tiempo para volver a acercarse a April y hacer las
paces con ella, le haría una visita a Natalie en Sacramento.
Con estas ideas en la cabeza, Simon esperaba que le comunicaran su destino legal. No tenía ni
idea de que Jack Mitchell estaba sentado en su oscuro Oldsmobile a la puerta de la comisaría,
pensando en su sobrina embarazada y sonriendo.
Washington, D. C.
Esa tarde, Simon Talbot llamó a la puerta de la oficina de su padre en la casa familiar de Georgetown.
Robert, el director de campaña de su padre, lo había ido a buscar y le había ordenado que volviera a
casa inmediatamente.
No tenía ni idea de qué podía ser tan urgente. Aquella mañana se había despedido de April tras
pasar un fin de semana tranquilo pero muy activo sexualmente. El fin de semana siguiente tenía
previsto sorprenderla volando a Durham. Pronto acabaría el semestre y la ayudaría a trasladar sus
cosas y su vida al apartamento de Washington, a su lado, donde tenía que estar.
—Adelante —dijo el senador.
Simon abrió la puerta y se acercó a la silla situada frente al escritorio de su padre.
—No te molestes en sentarte. Esto no nos llevará mucho tiempo —lo interrumpió el hombre,
malhumorado y seco como siempre—. ¿Has visto esto? —Dejó caer un montón de fotografías, que se
desparramaron por la mesa.
Simon miró la foto que le quedaba más cerca. Cogiéndola, la examinó y palideció
inmediatamente.
—¿Y bien? ¿Las habías visto antes? —repitió su padre, iracundo, elevando el tono de voz y
dando un sonoro puñetazo en la mesa.
—No. —Simon volvió a dejar la foto en la mesa, lentamente, mientras un escalofrío de miedo le
recorría la espalda.
—Eres tú, ¿no?
—Ah...
—¡No me mientas! ¿Eres tú?
—Sí. —Simon sintió una opresión en el pecho que le dificultaba respirar.
—¿Sacaste tú las fotos?
—No, papá, te lo juro. No tengo ni idea de quién las hizo.
Su padre maldijo en voz alta.
—Éstas son copias. ¿Tienes idea de cómo han llegado a mis manos?
Él negó con la cabeza.
—Me las ha dado el senador Hudson. Alguien le envió los originales a tu novia. Ella se lo contó a
su padre, quien hizo copias y me las envió.
La opresión del pecho de Simon empeoró.
—¿April las ha visto?
—Sí. Se puso histérica. Su madre ha tenido que ir a Durham para estar con ella. Ha tenido que
llevarla al hospital.
—¿A qué hospital? ¿Cómo se encuentra?
—¡Céntrate en el problema, chico, por el amor de Dios! ¿Tienes idea de lo que esto significa para
la campaña?
Simon apretó los puños.
—¿No puedes olvidarte de la campaña ni por un minuto? ¿Sabes si April hizo alguna tontería? ¿En qué hospital está?
—Tenemos suerte de que los Hudson no estén interesados en hacernos chantaje. Lo único que
quieren es que te alejes de su hija y la dejes en paz. La boda se ha cancelado, obviamente. Mañana
harán el anuncio oficial.
Simon se sacó el móvil del bolsillo y marcó una tecla. Se llevó el teléfono al oído, pero poco
después un mensaje grabado le hizo saber que ese número ya no estaba en servicio.
—Papá, puedo explicarlo. Déjame que hable con April. No es lo que ella piensa.
—¡Ni se te ocurra! —bramó su padre—. Robert ha reconocido a la chica que sale en las fotos. Era
una becaria que aún estaba en el instituto y que hizo prácticas en mi oficina. ¿Es que no te das cuenta
del daño que has causado? ¿Cómo has podido ser tan imbécil?
—Pero de esto hace un año. La fecha está mal. Te juro que a April le he sido fiel. La amo.
—¿La amas? —se burló su padre—. Pero no dejaste a tu puta pelirroja.
Simon dio un paso adelante.
—No es verdad. Rompí con ella. Lo digo en serio, papá. April es distinta a las demás.
El senador movió la mano en el aire como si estuviera espantando una mosca.
—Es demasiado tarde. Ella ya no quiere saber nada de ti. Y no me extraña. La chica de las fotos
tenía diecisiete años y trabajaba para mí. Te acostaste con ella y la incitaste a beber y a consumir
drogas. ¡Y todo está registrado en esas jodidas fotos! —Barrió la superficie de la mesa con el brazo,
lanzándolo todo por los aires: fotos, bolígrafos y papeles.
—Papá, te juro que puedo arreglarlo. Déjame hablar con April.
—No. —El senador se levantó, fulminando a su hijo con la mirada—. Los Hudson quieren que la
dejes en paz y eso es exactamente lo que vas a hacer.
—Pero, papá, yo...
—¡Haz lo que te mandan por una vez en la vida! —vociferó el hombre.
Simon agarró un jinete de bronce que había sobre la mesa y lo lanzó contra la pared.
—¡Eres tú el que nunca me escuchas! —exclamó—. Te pasas la puta vida gritando y dando
órdenes, pero nunca escuchas. Así que jódete. Que se joda la campaña y la familia. Lo único que me
ha importado en la vida es April y no pienso perderla.
Con esas palabras, salió del despacho dando un portazo.
Sentado en la comisaría de Durham, Simon pensaba que era una amarga ironía.
(Ya que, a diferencia de Gabriel, Simon no conocía el auténtico significado de la palabra
«ironía».)
Había intentado hablar con April en repetidas ocasiones, pero sin éxito. Le había enviado flores y
cartas, pero se las habían devuelto todas sin abrir. Le escribió emails, pero ella le bloqueó el acceso a
su cuenta.
Luego probó a esperarla a la puerta de su casa, pero lo único que consiguió fue que lo arrestaran.
Ahora estaba sentado en una comisaría de policía, esperando enterarse de si habían interpuesto cargos
contra él. No tenía abogado y sabía que esta vez no podía contar con la ayuda de su padre.
Su último arresto —tras el asalto a Julia— había sido merecido. La furia se había adueñado de él
y había querido hacerla sufrir. Pero con April había actuado movido por el amor. Su única esperanza
en esos momentos era aceptar el arresto y declararse culpable. Tal vez más adelante pudiese arreglar las cosas. Tal vez April o su madre, que era una mujer amable y compasiva, le concedieran cinco
minutos para explicarse.
No sabía quién le había hecho esas fotos. No le había contado a Natalie ese encuentro, aunque
ella había estado en esa habitación de hotel otras veces. Tal vez había contratado a alguien para que lo
espiara.
Pero estaba convencido de que había sido Natalie la que se las había enviado a April. Era la única
que ganaba algo rompiendo el compromiso de Simon. De un solo golpe, lo había perjudicado a él, a
April y a la campaña de su padre. Y la conocía. Era una zorra vengativa, muy capaz de hacer algo así.
Así que, mientras esperaba a que pasara el tiempo para volver a acercarse a April y hacer las
paces con ella, le haría una visita a Natalie en Sacramento.
Con estas ideas en la cabeza, Simon esperaba que le comunicaran su destino legal. No tenía ni
idea de que Jack Mitchell estaba sentado en su oscuro Oldsmobile a la puerta de la comisaría,
pensando en su sobrina embarazada y sonriendo.
Capitulo 76
76
Durham, Carolina del Norte
April Hudson entró en su bloque de pisos un lunes por la tarde y se detuvo a recoger el correo.
Acababa de regresar de un fin de semana romántico en los Hamptons con su prometido, Simon Talbot.
Suspiró al acordarse de él. Era alto, rubio y muy guapo. Era listo y pertenecía a una buena
familia. Y las cosas que le hacía...
Los Hamptons eran un lugar con un gran valor sentimental para los dos. Era donde ella le había
entregado su virginidad y donde él le había pedido que se casaran.
(No el mismo fin de semana, se entiende.)
Mientras revisaba el correo, su mente era un feliz remolino de planes de boda y de recuerdos del
fin de semana. Simon la había tratado muy bien. Y ya no se sentía culpable por acostarse con él,
porque iban a casarse. Se despertaría a su lado cada mañana, para siempre.
(Estaba tan sumida en sus pensamientos que no se fijó en el ex marine de Filadelfia que estaba
sentado en un coche oscuro al otro lado de la calle, observándola mientras recogía las cartas. Desde
luego, no tenía ni idea de que el ex militar se estaba asegurando de que nadie perjudicara a su sobrina
ni al hijo que ésta iba a tener.)
Al fondo del buzón encontró un sobre manila. Llevaba su nombre, pero no dirección, ni sello, ni
remitente. Sorprendida, entró en el ascensor para subir a su piso. Una vez allá, cerró la puerta, soltó el
equipaje y se dejó caer en el sofá de un salto.
Abrió el sobre y se sorprendió al ver que contenía un montón de fotos de gran tamaño, en blanco
y negro. Todas estaban fechadas el 27 de septiembre de 2011.
Empezó a notar un extraño zumbido en los oídos, así como el ruido de las llaves, que se le habían
caído al suelo.
En las fotos se veían dos cuerpos entrelazados en una cama. La identidad del hombre era
inconfundible. Era el cuerpo de Simon, sus posturas, su técnica.
Pero la mujer que estaba con él no parecía una mujer. Era muy joven, más bien parecía una
adolescente.
Y las cosas que estaban haciendo...
April se cubrió la cara con las manos mientras un grito angustiado escapaba de sus labios.
Durham, Carolina del Norte
April Hudson entró en su bloque de pisos un lunes por la tarde y se detuvo a recoger el correo.
Acababa de regresar de un fin de semana romántico en los Hamptons con su prometido, Simon Talbot.
Suspiró al acordarse de él. Era alto, rubio y muy guapo. Era listo y pertenecía a una buena
familia. Y las cosas que le hacía...
Los Hamptons eran un lugar con un gran valor sentimental para los dos. Era donde ella le había
entregado su virginidad y donde él le había pedido que se casaran.
(No el mismo fin de semana, se entiende.)
Mientras revisaba el correo, su mente era un feliz remolino de planes de boda y de recuerdos del
fin de semana. Simon la había tratado muy bien. Y ya no se sentía culpable por acostarse con él,
porque iban a casarse. Se despertaría a su lado cada mañana, para siempre.
(Estaba tan sumida en sus pensamientos que no se fijó en el ex marine de Filadelfia que estaba
sentado en un coche oscuro al otro lado de la calle, observándola mientras recogía las cartas. Desde
luego, no tenía ni idea de que el ex militar se estaba asegurando de que nadie perjudicara a su sobrina
ni al hijo que ésta iba a tener.)
Al fondo del buzón encontró un sobre manila. Llevaba su nombre, pero no dirección, ni sello, ni
remitente. Sorprendida, entró en el ascensor para subir a su piso. Una vez allá, cerró la puerta, soltó el
equipaje y se dejó caer en el sofá de un salto.
Abrió el sobre y se sorprendió al ver que contenía un montón de fotos de gran tamaño, en blanco
y negro. Todas estaban fechadas el 27 de septiembre de 2011.
Empezó a notar un extraño zumbido en los oídos, así como el ruido de las llaves, que se le habían
caído al suelo.
En las fotos se veían dos cuerpos entrelazados en una cama. La identidad del hombre era
inconfundible. Era el cuerpo de Simon, sus posturas, su técnica.
Pero la mujer que estaba con él no parecía una mujer. Era muy joven, más bien parecía una
adolescente.
Y las cosas que estaban haciendo...
April se cubrió la cara con las manos mientras un grito angustiado escapaba de sus labios.
Capitulo 75
75
Selinsgrove, Pensilvania
—Estás ¿qué?
A Rachel se le escurrió el montón de platos que llevaba. Por suerte fueron a parar a la encimera.
Se quedó mirando boquiabierta a su amiga.
Gabriel rodeaba los hombros de su esposa con el brazo. Estaban de pie, en medio de la cocina de
l o s Clark. Scott, Tammy y Quinn estaban sentados en los taburetes, mientras Richard y Aaron
hablaban cerca de los fogones.
—Estoy embarazada —repitió Julia, con la mirada clavada en su amiga y cuñada.
En la habitación se hizo el silencio.
—Pe... pero no sabía que lo estuvierais intentando —balbuceó Rachel—. Pensaba que queríais
esperar.
—Las noticias fueron inesperadas, pero bienvenidas —dijo Gabriel, dándole un beso a Julia en la
sien.
—Son espléndidas noticias, Julia. ¿Para cuándo lo esperas? —intervino Tammy.
—Para septiembre. —Posó la mano en su vientre ligeramente curvado—. Anoche se lo contamos
a mi padre, a Diane y al tío Jack.
—Creo que esto se merece unos puros. Estoy muy orgulloso de los dos. —Richard le estrechó la
mano a Gabriel y le dio unas palmadas en la espalda antes de besar a Julia en la mejilla—. Será
divertido tener otro bebé correteando por aquí. Quinn y Tommy tendrán otro amiguito para jugar.
—Exacto. —Tammy fue la siguiente en abrazar a Julia, seguida de Scott.
Julia miró a Rachel, insegura.
—¿Rach?
—Yo... —Cerró la boca de golpe. Parecía estar a punto de echarse a llorar.
Aaron le rodeó los hombros con un brazo y le susurró algo al oído.
—Me alegro por ti —logró decir finalmente Rachel. Al cabo de un momento, abrazó a Julia y a
Gabriel a la vez—. De verdad. Me alegro por los dos.
A Julia los ojos empezaron a llenársele de lágrimas.
—Creo que deberíamos dejar a las chicas a solas un momento. ¿No dan ningún partido en la tele?
—Con el pulgar, Aaron señaló el salón, donde estaba el gran televisor de plasma.
Tammy, Quinn y los hombres se retiraron rápidamente, dejando a las dos cuñadas solas.
—¡Menuda sorpresa! —Rachel se sentó en uno de los taburetes—. ¿Fue un accidente?
Julia se mordió el labio.
—Gabriel no quiere que usemos la palabra «accidente». No quiere que el bebé crezca pensando
que no era deseado.
—¡Claro que no! —exclamó Rachel, horrorizada—. Ni se me había ocurrido verlo así. Lo siento.
—Pero... ejem... es evidente que fue algo inesperado, porque teníamos previsto esperar.
Su cuñada la miró fijamente.
—Menudo susto, ¿no? ¿Estás bien?
—Al principio no, pero Gabriel se ha portado maravillosamente. Está encantado y es difícil no contagiarse de su entusiasmo.
»Rebecca se ha instalado en casa y nos ayudará con el bebé. Cogeré una baja parcial por
maternidad y Gabriel hará lo mismo.
Rachel reprimió la risa mientras apoyaba un antebrazo en la encimera.
—¿Mi hermano cogerá una baja por maternidad? Lo creeré cuando lo vea.
—Bueno, de hecho es por paternidad. Puede hacerlo y quiere hacerlo. También podría tomarse un
año sabático, pero se lo guarda para más adelante. —Se sentó a la izquierda de su amiga—. Habíamos
pensado que podríamos venir a pasar una temporada aquí cuando nazca el bebé.
—A papá le encantaría —dijo Rachel, emocionada—. ¿Se lo habéis dicho ya?
Julia negó con la cabeza.
—Esperábamos a daros la noticia a todos. —Mirando hacia el salón, añadió—: Probablemente
Gabriel se lo esté pidiendo ahora.
—Papá le dirá que sí. ¿Vendrá Rebecca también?
—No lo había pensado. Supongo que sería ridículo que tres personas se ocuparan de un bebé.
Rachel se la quedó mirando.
—No tienes mucha experiencia en bebés, ¿no? Te irá muy bien que Rebecca se ocupe de la casa y
cocine para todos. —Se miró las uñas—. Y podrás quejarte con Diane de lo duro que es ser madre.
Nosotros vendremos a pasar los fines de semana. El bebé crecerá rodeado de su familia.
—Sí, ésa era la idea. Siento que haya llegado en este momento. Sé que vosotros lo estáis
intentando y me siento tan...
—No —la interrumpió Rachel con una sonrisa forzada—. Me alegro por ti. Y voy a ser la mejor
tía del mundo. Espero que algún día tú puedas ser la tía de mis hijos.
—Yo también. —Julia sonrió, pero por dentro se le retorcieron las entrañas sintiendo el dolor de
su amiga.
Esa noche, de pie en medio del antiguo dormitorio de su esposa, que seguía decorado con los
trofeos y premios de su infancia, Aaron abrazaba a Rachel, que lloraba entre sus brazos. Se sentía
impotente.
—Rach —susurró, acariciándole la espalda.
—Es tan injusto —logró decir ella, agarrándole la camisa con fuerza—. ¡Ni siquiera lo querían!
Jules quería esperar a acabar los estudios. No me lo puedo creer.
Su marido no sabía qué decir. Cuando Julia anunció la buena noticia había sentido una punzada
de envidia, pero no era nada parecido a lo que sentía Rachel. Tras un año tratando de quedarse
embarazada, estaba al borde de la depresión.
No quería que se obsesionara con las injusticias de la vida ni otras cuestiones existenciales de
difícil respuesta.
—Sé que estás disgustada, pero tienes que calmarte un poco.
—Quiero a mi madre. —Apoyó la cabeza en el hombro de Aaron—. Ella sabría qué hacer.
—Sabes que adoraba a Grace, pero ni siquiera ella podía hacer milagros.
—Pero me daría consejos. Y no volveré a verla nunca. —Una nueva tanda de sollozos se
escaparon del pecho de la joven.
—Sabes que eso no es verdad —susurró él, acariciándole la espalda una vez más—. Ha sido una sorpresa, pero tenemos que superarlo. La gente va a seguir teniendo niños. ¿No querrás que esto se
interponga en tu amistad con Julia?
—No lo hará.
—Buena chica. Así que nada de lágrimas mañana. —Se apartó un poco y la miró preocupado.
—Puedo hacerlo. Antes m e h e ganado u n Oscar. M e habría echado a llorar en cuanto lo han
anunciado.
—No quiero que actúes, Rachel. Quiero verte bien porque estés bien.
—Pero es que no estoy bien —replicó ella, sentándose en el borde de la cama.
—También quería hablarte de eso. —Aaron se sentó a su lado—. En vez de centrarnos tanto en lo
que no tenemos, me gustaría que empezáramos a valorar lo que tenemos. Tenemos trabajo, una bonita
casa, tenemos...
—Tenemos tratamientos de fertilidad que no están funcionando. —Rachel maldijo entre dientes.
—Hay otras opciones; ya lo hemos hablado.
—No quiero rendirme todavía.
—No hace falta que nos rindamos, pero podríamos tomarnos un descanso para relajarnos un
poco.
—¿Un descanso? —Ella lo miró con curiosidad.
—Dejemos el tratamiento y olvidémonos de tener niños por una temporada.
Rachel se cruzó de brazos.
—No.
Él le cogió una mano.
—Creo que la presión te está afectando.
—Puedo soportarlo.
—No, cariño, no puedes. Te conozco bien y por eso te digo que necesitas un descanso. Los dos lo
necesitamos.
—El tratamiento de fertilidad dura un año. No podemos parar ahora. —La barbilla de Rachel
empezó a temblar.
—Sí podemos. —Aaron le rozó los labios con los suyos—. Iremos al médico cuando volvamos a
Filadelfia. Y luego nos tomaremos unas largas vacaciones. Gabriel me dijo que nos dejan su casa de
Italia. Necesitamos un descanso para volver a ser una pareja normal.
—¿Y si esto no es temporal? ¿Y si nunca podemos...?
—Si fuera así, buscaríamos otras alternativas. —La abrazó—. Y tengamos o no un bebé, nos
tenemos el uno al otro. Algo es algo, ¿no crees?
Ella asintió.
—Tenemos que cuidarnos el uno al otro. Y si permito que sigas por este camino, no te estaré
cuidando como te mereces.
—Me siento una fracasada.
—No lo eres —susurró él—. Eres la mujer más increíble que he conocido. Me encantaría formar
una familia contigo, pero no a cualquier precio. Si tengo que verte sufrir así, paso. Lo siento, pero así
no quiero hijos.
Ella lo miró sorprendida.
—Pensaba que era importante para ti.
—Lo es, pero tú lo eres más. Tú eres lo más importante y siempre lo serás -le apreto el hombro—. Quiero recuperar a la mujer con la que me casé. Una vez que lo hayamos conseguido,
podemos volver a hablar de niños si quieres. ¿De acuerdo?
Rachel permaneció en silencio mientras asimilaba lo que Aaron le estaba proponiendo. De
pronto, sintió como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Por primera vez en mucho tiempo,
sintió que podía respirar libremente.
—De acuerdo.
—Te quiero —musitó él, abrazándola.
Al otro extremo del pasillo, Julia apoyó la cadera en la encimera del lavabo mientras observaba a
su marido lavarse los dientes.
—Tu padre está orgulloso de nosotros porque vamos a tener un bebé.
Él asintió sin dejar de cepillarse los dientes.
—Eso quiere decir que está orgulloso de que hayamos practicado sexo y de que me hayas
fecundado. ¿Crees que hacen camisetas que expresen esos sentimientos?
Gabriel se atragantó y escupió en el lavabo.
—¿Estás bien? —preguntó ella, solícita, dándole unos golpecitos en la espalda—. ¿Puedes
hablar?
Respondió volviendo a escupir antes de echarse a reír a carcajadas.
—¿Camisetas? —repitió, apoyándose en el mármol—. ¿De dónde sacas estas ideas?
—No lo digo yo, ha sido tu padre. Creo que nadie me había dicho antes que estaba orgulloso de
mí por haberme acostado con alguien. Mi padre dijo que se alegraba, no que estuviera orgulloso.
Gabriel dejó el cepillo en el soporte.
—Yo también lo estoy.
Se miraron en silencio.
—Sí que lo estás. —Julia sonrió—. El tío Jack pareció alegrarse pero estaba muy raro.
—¿Qué dijo?
—No es tanto por lo que dijo. Me felicitó, pero no dejó pasar la oportunidad para darme un
sermón.
Gabriel alzó las cejas.
—¿Sobre qué?
—Sobre la necesidad de protegerme, a mí y al bebé. Le aseguré que estábamos perfectamente,
pero entonces me preguntó qué hacías tú para protegernos.
—¿Y qué le dijiste?
—Que estabas pendiente de todo lo que necesitaba y me acompañabas a todas las visitas con el
médico. Él murmuró que no era suficiente.
Gabriel frunció el cejo.
—¿Le dijiste algo más?
—Le pregunté qué le preocupaba, pero entonces se cerró en banda. ¿Crees que puede tener algo
que ver con Simon y Natalie?
—Lo dudo. Si hubiera alguna novedad, nos habría avisado.
—Supongo —admitió Julia, sacudiendo la cabeza—. Me prometió que nos protegería a distancia
y yo le dije que se lo agradecía. Ha sido una conversación muy extraña.
—Tu tío Jack es una persona peculiar. Tal vez quiera darle una paliza a Greg Matthews para asegurarse de que te dé una baja por maternidad.
—El profesor Matthews ya la ha autorizado. No necesito la ayuda del tío Jack para eso. —Con
una sonrisa, Julia salió del cuarto de baño.
Se acercó a la ventana y contempló el cielo sin estrellas.
Gabriel vio su cuerpo silueteado bajo la tela del camisón antiguo de hilo blanco: las largas
piernas, las caderas y su culo redondeado. Apagó la luz y se plantó tras ella. Le apartó el pelo de la
nuca con sus hábiles dedos.
—La conversación con mi hermana no ha debido de ser fácil. Aunque pensaba que se lo tomaría
peor.
Entrelazó los dedos con los de ella y apoyó las manos unidas de ambos encima de donde crecía su
bebé.
—Aaron y Rachel llevan tanto tiempo intentándolo y ahora llegamos nosotros y ¡boom!
¡Sorpresa: estamos embarazados!
Gabriel se echó a reír y le apoyó la barbilla en el hombro.
—No fue exactamente así. Hubo intervención divina.
—¿De verdad lo crees?
—¿Tú no? —Gabriel se tensó.
—Sí, lo creo, pero me siento culpable. Me parece injusto —susurró Julia.
—Tal vez deberíamos esforzarnos más en apoyarlos. Esto tiene que ser muy duro para ellos. —
Besándole la nuca, él la abrazó con más fuerza—. ¿Le has contado alguna vez a Rachel cómo nos
conocimos?
—No. Era un recuerdo demasiado precioso y, a la vez, demasiado doloroso.
—¿Y ahora?
—Tampoco. Me gusta que sea nuestro secreto. Tu familia es genial, pero no creo que lo
entendieran. Y mi padre te perseguiría con una escopeta.
—Ya veo.
Gabriel le acarició la nuca suavemente hasta que ella se encogió.
—Lo siento —murmuró él—. Me había olvidado de la cicatriz.
—No pasa nada. Me has pillado por sorpresa.
Volvió a acariciarle la nuca, esa vez con cuidado de evitar la cicatriz causada por su madre.
—Sharon era una buena madre a veces, cuando no bebía y no había ningún hombre en casa. —
Julia tragó saliva con dificultad—. Me llevaba al zoo o hacíamos picnics. Me dejaba ponerme su ropa
y me peinaba. Me lo pasaba muy bien.
Él dejó de acariciarla y permaneció unos instantes en silencio.
—Yo también tengo algunos buenos recuerdos de mi madre. Siento que Sharon te hiciera daño.
Ojalá pudiera borrar esas cosas de tu vida.
—No entiendo por qué se molestaba en ser amable a veces si luego siempre volvía a maltratarme.
Él volvió a acariciarle el pelo.
—Yo sí que lo entiendo. Es típico de los maltratadores. Tratan mal a sus víctimas, pero siempre
alternan esos maltratos con períodos de amabilidad. Así la víctima se queda a su lado, esperando a que vuelva esa amabilidad. Pero cuando lo hace, dura poco. Sé lo que se siente. Por desgracia.
Julia se volvió hacia él.
—Hemos superado muchas cosas.
—Sí.
—Lo que pasó con Simon ya no me atormenta. Siento que hemos pasado página.
Él maldijo entre dientes.
—Ese hijo de puta tiene suerte de que su poderosa familia lo proteja. Todavía tengo ganas de
darle una buena lección. Y a su novia también. A tu tío Jack no le hizo gracia que los dejáramos
escapar tan fácilmente.
Julia le puso una mano en el pecho.
—Todo eso está superado. Simon va a casarse y Jack dijo que Natalie se ha ido a vivir a
California.
—Cuanto más lejos, mejor.
—No sé si seré una buena madre, pero, desde luego, sé lo que no tengo que hacer.
Gabriel le acarició el vientre por encima del camisón.
—Para ser una buena madre hay que ser buena persona. Y tú eres la mejor persona que conozco.
—La besó con delicadeza—. Al estar aquí, en esta casa, recuerdo cómo era la vida con mis padres.
Podemos tener un hogar como el suyo, lleno de amor y alegría. Dios ha sido espléndido con nosotros.
Nos ha llenado de amor y bendiciones —dijo con un hilo de voz.
—Me alegro mucho de no haber tenido que pasar por esto sola.
—Yo también.
Cogiéndola de la mano, Gabriel la llevó a la cama.
Selinsgrove, Pensilvania
—Estás ¿qué?
A Rachel se le escurrió el montón de platos que llevaba. Por suerte fueron a parar a la encimera.
Se quedó mirando boquiabierta a su amiga.
Gabriel rodeaba los hombros de su esposa con el brazo. Estaban de pie, en medio de la cocina de
l o s Clark. Scott, Tammy y Quinn estaban sentados en los taburetes, mientras Richard y Aaron
hablaban cerca de los fogones.
—Estoy embarazada —repitió Julia, con la mirada clavada en su amiga y cuñada.
En la habitación se hizo el silencio.
—Pe... pero no sabía que lo estuvierais intentando —balbuceó Rachel—. Pensaba que queríais
esperar.
—Las noticias fueron inesperadas, pero bienvenidas —dijo Gabriel, dándole un beso a Julia en la
sien.
—Son espléndidas noticias, Julia. ¿Para cuándo lo esperas? —intervino Tammy.
—Para septiembre. —Posó la mano en su vientre ligeramente curvado—. Anoche se lo contamos
a mi padre, a Diane y al tío Jack.
—Creo que esto se merece unos puros. Estoy muy orgulloso de los dos. —Richard le estrechó la
mano a Gabriel y le dio unas palmadas en la espalda antes de besar a Julia en la mejilla—. Será
divertido tener otro bebé correteando por aquí. Quinn y Tommy tendrán otro amiguito para jugar.
—Exacto. —Tammy fue la siguiente en abrazar a Julia, seguida de Scott.
Julia miró a Rachel, insegura.
—¿Rach?
—Yo... —Cerró la boca de golpe. Parecía estar a punto de echarse a llorar.
Aaron le rodeó los hombros con un brazo y le susurró algo al oído.
—Me alegro por ti —logró decir finalmente Rachel. Al cabo de un momento, abrazó a Julia y a
Gabriel a la vez—. De verdad. Me alegro por los dos.
A Julia los ojos empezaron a llenársele de lágrimas.
—Creo que deberíamos dejar a las chicas a solas un momento. ¿No dan ningún partido en la tele?
—Con el pulgar, Aaron señaló el salón, donde estaba el gran televisor de plasma.
Tammy, Quinn y los hombres se retiraron rápidamente, dejando a las dos cuñadas solas.
—¡Menuda sorpresa! —Rachel se sentó en uno de los taburetes—. ¿Fue un accidente?
Julia se mordió el labio.
—Gabriel no quiere que usemos la palabra «accidente». No quiere que el bebé crezca pensando
que no era deseado.
—¡Claro que no! —exclamó Rachel, horrorizada—. Ni se me había ocurrido verlo así. Lo siento.
—Pero... ejem... es evidente que fue algo inesperado, porque teníamos previsto esperar.
Su cuñada la miró fijamente.
—Menudo susto, ¿no? ¿Estás bien?
—Al principio no, pero Gabriel se ha portado maravillosamente. Está encantado y es difícil no contagiarse de su entusiasmo.
»Rebecca se ha instalado en casa y nos ayudará con el bebé. Cogeré una baja parcial por
maternidad y Gabriel hará lo mismo.
Rachel reprimió la risa mientras apoyaba un antebrazo en la encimera.
—¿Mi hermano cogerá una baja por maternidad? Lo creeré cuando lo vea.
—Bueno, de hecho es por paternidad. Puede hacerlo y quiere hacerlo. También podría tomarse un
año sabático, pero se lo guarda para más adelante. —Se sentó a la izquierda de su amiga—. Habíamos
pensado que podríamos venir a pasar una temporada aquí cuando nazca el bebé.
—A papá le encantaría —dijo Rachel, emocionada—. ¿Se lo habéis dicho ya?
Julia negó con la cabeza.
—Esperábamos a daros la noticia a todos. —Mirando hacia el salón, añadió—: Probablemente
Gabriel se lo esté pidiendo ahora.
—Papá le dirá que sí. ¿Vendrá Rebecca también?
—No lo había pensado. Supongo que sería ridículo que tres personas se ocuparan de un bebé.
Rachel se la quedó mirando.
—No tienes mucha experiencia en bebés, ¿no? Te irá muy bien que Rebecca se ocupe de la casa y
cocine para todos. —Se miró las uñas—. Y podrás quejarte con Diane de lo duro que es ser madre.
Nosotros vendremos a pasar los fines de semana. El bebé crecerá rodeado de su familia.
—Sí, ésa era la idea. Siento que haya llegado en este momento. Sé que vosotros lo estáis
intentando y me siento tan...
—No —la interrumpió Rachel con una sonrisa forzada—. Me alegro por ti. Y voy a ser la mejor
tía del mundo. Espero que algún día tú puedas ser la tía de mis hijos.
—Yo también. —Julia sonrió, pero por dentro se le retorcieron las entrañas sintiendo el dolor de
su amiga.
Esa noche, de pie en medio del antiguo dormitorio de su esposa, que seguía decorado con los
trofeos y premios de su infancia, Aaron abrazaba a Rachel, que lloraba entre sus brazos. Se sentía
impotente.
—Rach —susurró, acariciándole la espalda.
—Es tan injusto —logró decir ella, agarrándole la camisa con fuerza—. ¡Ni siquiera lo querían!
Jules quería esperar a acabar los estudios. No me lo puedo creer.
Su marido no sabía qué decir. Cuando Julia anunció la buena noticia había sentido una punzada
de envidia, pero no era nada parecido a lo que sentía Rachel. Tras un año tratando de quedarse
embarazada, estaba al borde de la depresión.
No quería que se obsesionara con las injusticias de la vida ni otras cuestiones existenciales de
difícil respuesta.
—Sé que estás disgustada, pero tienes que calmarte un poco.
—Quiero a mi madre. —Apoyó la cabeza en el hombro de Aaron—. Ella sabría qué hacer.
—Sabes que adoraba a Grace, pero ni siquiera ella podía hacer milagros.
—Pero me daría consejos. Y no volveré a verla nunca. —Una nueva tanda de sollozos se
escaparon del pecho de la joven.
—Sabes que eso no es verdad —susurró él, acariciándole la espalda una vez más—. Ha sido una sorpresa, pero tenemos que superarlo. La gente va a seguir teniendo niños. ¿No querrás que esto se
interponga en tu amistad con Julia?
—No lo hará.
—Buena chica. Así que nada de lágrimas mañana. —Se apartó un poco y la miró preocupado.
—Puedo hacerlo. Antes m e h e ganado u n Oscar. M e habría echado a llorar en cuanto lo han
anunciado.
—No quiero que actúes, Rachel. Quiero verte bien porque estés bien.
—Pero es que no estoy bien —replicó ella, sentándose en el borde de la cama.
—También quería hablarte de eso. —Aaron se sentó a su lado—. En vez de centrarnos tanto en lo
que no tenemos, me gustaría que empezáramos a valorar lo que tenemos. Tenemos trabajo, una bonita
casa, tenemos...
—Tenemos tratamientos de fertilidad que no están funcionando. —Rachel maldijo entre dientes.
—Hay otras opciones; ya lo hemos hablado.
—No quiero rendirme todavía.
—No hace falta que nos rindamos, pero podríamos tomarnos un descanso para relajarnos un
poco.
—¿Un descanso? —Ella lo miró con curiosidad.
—Dejemos el tratamiento y olvidémonos de tener niños por una temporada.
Rachel se cruzó de brazos.
—No.
Él le cogió una mano.
—Creo que la presión te está afectando.
—Puedo soportarlo.
—No, cariño, no puedes. Te conozco bien y por eso te digo que necesitas un descanso. Los dos lo
necesitamos.
—El tratamiento de fertilidad dura un año. No podemos parar ahora. —La barbilla de Rachel
empezó a temblar.
—Sí podemos. —Aaron le rozó los labios con los suyos—. Iremos al médico cuando volvamos a
Filadelfia. Y luego nos tomaremos unas largas vacaciones. Gabriel me dijo que nos dejan su casa de
Italia. Necesitamos un descanso para volver a ser una pareja normal.
—¿Y si esto no es temporal? ¿Y si nunca podemos...?
—Si fuera así, buscaríamos otras alternativas. —La abrazó—. Y tengamos o no un bebé, nos
tenemos el uno al otro. Algo es algo, ¿no crees?
Ella asintió.
—Tenemos que cuidarnos el uno al otro. Y si permito que sigas por este camino, no te estaré
cuidando como te mereces.
—Me siento una fracasada.
—No lo eres —susurró él—. Eres la mujer más increíble que he conocido. Me encantaría formar
una familia contigo, pero no a cualquier precio. Si tengo que verte sufrir así, paso. Lo siento, pero así
no quiero hijos.
Ella lo miró sorprendida.
—Pensaba que era importante para ti.
—Lo es, pero tú lo eres más. Tú eres lo más importante y siempre lo serás -le apreto el hombro—. Quiero recuperar a la mujer con la que me casé. Una vez que lo hayamos conseguido,
podemos volver a hablar de niños si quieres. ¿De acuerdo?
Rachel permaneció en silencio mientras asimilaba lo que Aaron le estaba proponiendo. De
pronto, sintió como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Por primera vez en mucho tiempo,
sintió que podía respirar libremente.
—De acuerdo.
—Te quiero —musitó él, abrazándola.
Al otro extremo del pasillo, Julia apoyó la cadera en la encimera del lavabo mientras observaba a
su marido lavarse los dientes.
—Tu padre está orgulloso de nosotros porque vamos a tener un bebé.
Él asintió sin dejar de cepillarse los dientes.
—Eso quiere decir que está orgulloso de que hayamos practicado sexo y de que me hayas
fecundado. ¿Crees que hacen camisetas que expresen esos sentimientos?
Gabriel se atragantó y escupió en el lavabo.
—¿Estás bien? —preguntó ella, solícita, dándole unos golpecitos en la espalda—. ¿Puedes
hablar?
Respondió volviendo a escupir antes de echarse a reír a carcajadas.
—¿Camisetas? —repitió, apoyándose en el mármol—. ¿De dónde sacas estas ideas?
—No lo digo yo, ha sido tu padre. Creo que nadie me había dicho antes que estaba orgulloso de
mí por haberme acostado con alguien. Mi padre dijo que se alegraba, no que estuviera orgulloso.
Gabriel dejó el cepillo en el soporte.
—Yo también lo estoy.
Se miraron en silencio.
—Sí que lo estás. —Julia sonrió—. El tío Jack pareció alegrarse pero estaba muy raro.
—¿Qué dijo?
—No es tanto por lo que dijo. Me felicitó, pero no dejó pasar la oportunidad para darme un
sermón.
Gabriel alzó las cejas.
—¿Sobre qué?
—Sobre la necesidad de protegerme, a mí y al bebé. Le aseguré que estábamos perfectamente,
pero entonces me preguntó qué hacías tú para protegernos.
—¿Y qué le dijiste?
—Que estabas pendiente de todo lo que necesitaba y me acompañabas a todas las visitas con el
médico. Él murmuró que no era suficiente.
Gabriel frunció el cejo.
—¿Le dijiste algo más?
—Le pregunté qué le preocupaba, pero entonces se cerró en banda. ¿Crees que puede tener algo
que ver con Simon y Natalie?
—Lo dudo. Si hubiera alguna novedad, nos habría avisado.
—Supongo —admitió Julia, sacudiendo la cabeza—. Me prometió que nos protegería a distancia
y yo le dije que se lo agradecía. Ha sido una conversación muy extraña.
—Tu tío Jack es una persona peculiar. Tal vez quiera darle una paliza a Greg Matthews para asegurarse de que te dé una baja por maternidad.
—El profesor Matthews ya la ha autorizado. No necesito la ayuda del tío Jack para eso. —Con
una sonrisa, Julia salió del cuarto de baño.
Se acercó a la ventana y contempló el cielo sin estrellas.
Gabriel vio su cuerpo silueteado bajo la tela del camisón antiguo de hilo blanco: las largas
piernas, las caderas y su culo redondeado. Apagó la luz y se plantó tras ella. Le apartó el pelo de la
nuca con sus hábiles dedos.
—La conversación con mi hermana no ha debido de ser fácil. Aunque pensaba que se lo tomaría
peor.
Entrelazó los dedos con los de ella y apoyó las manos unidas de ambos encima de donde crecía su
bebé.
—Aaron y Rachel llevan tanto tiempo intentándolo y ahora llegamos nosotros y ¡boom!
¡Sorpresa: estamos embarazados!
Gabriel se echó a reír y le apoyó la barbilla en el hombro.
—No fue exactamente así. Hubo intervención divina.
—¿De verdad lo crees?
—¿Tú no? —Gabriel se tensó.
—Sí, lo creo, pero me siento culpable. Me parece injusto —susurró Julia.
—Tal vez deberíamos esforzarnos más en apoyarlos. Esto tiene que ser muy duro para ellos. —
Besándole la nuca, él la abrazó con más fuerza—. ¿Le has contado alguna vez a Rachel cómo nos
conocimos?
—No. Era un recuerdo demasiado precioso y, a la vez, demasiado doloroso.
—¿Y ahora?
—Tampoco. Me gusta que sea nuestro secreto. Tu familia es genial, pero no creo que lo
entendieran. Y mi padre te perseguiría con una escopeta.
—Ya veo.
Gabriel le acarició la nuca suavemente hasta que ella se encogió.
—Lo siento —murmuró él—. Me había olvidado de la cicatriz.
—No pasa nada. Me has pillado por sorpresa.
Volvió a acariciarle la nuca, esa vez con cuidado de evitar la cicatriz causada por su madre.
—Sharon era una buena madre a veces, cuando no bebía y no había ningún hombre en casa. —
Julia tragó saliva con dificultad—. Me llevaba al zoo o hacíamos picnics. Me dejaba ponerme su ropa
y me peinaba. Me lo pasaba muy bien.
Él dejó de acariciarla y permaneció unos instantes en silencio.
—Yo también tengo algunos buenos recuerdos de mi madre. Siento que Sharon te hiciera daño.
Ojalá pudiera borrar esas cosas de tu vida.
—No entiendo por qué se molestaba en ser amable a veces si luego siempre volvía a maltratarme.
Él volvió a acariciarle el pelo.
—Yo sí que lo entiendo. Es típico de los maltratadores. Tratan mal a sus víctimas, pero siempre
alternan esos maltratos con períodos de amabilidad. Así la víctima se queda a su lado, esperando a que vuelva esa amabilidad. Pero cuando lo hace, dura poco. Sé lo que se siente. Por desgracia.
Julia se volvió hacia él.
—Hemos superado muchas cosas.
—Sí.
—Lo que pasó con Simon ya no me atormenta. Siento que hemos pasado página.
Él maldijo entre dientes.
—Ese hijo de puta tiene suerte de que su poderosa familia lo proteja. Todavía tengo ganas de
darle una buena lección. Y a su novia también. A tu tío Jack no le hizo gracia que los dejáramos
escapar tan fácilmente.
Julia le puso una mano en el pecho.
—Todo eso está superado. Simon va a casarse y Jack dijo que Natalie se ha ido a vivir a
California.
—Cuanto más lejos, mejor.
—No sé si seré una buena madre, pero, desde luego, sé lo que no tengo que hacer.
Gabriel le acarició el vientre por encima del camisón.
—Para ser una buena madre hay que ser buena persona. Y tú eres la mejor persona que conozco.
—La besó con delicadeza—. Al estar aquí, en esta casa, recuerdo cómo era la vida con mis padres.
Podemos tener un hogar como el suyo, lleno de amor y alegría. Dios ha sido espléndido con nosotros.
Nos ha llenado de amor y bendiciones —dijo con un hilo de voz.
—Me alegro mucho de no haber tenido que pasar por esto sola.
—Yo también.
Cogiéndola de la mano, Gabriel la llevó a la cama.
Capitulo 74
74
Abril de 2012
—Y bien, Julianne. ¿Qué puedo hacer por ti? —Cecilia Marinelli hizo pasar a su alumna al despacho,
señalando una cómoda silla cercana al escritorio.
La profesora, que no llegaba al metro cincuenta, tenía una melenita oscura y ojos azules, era
originaria de Pisa y hablaba inglés con un fuerte acento.
—He venido a pedirte consejo. —Julia empezó a retorcerse las manos.
—Tú dirás. —Cecilia le dirigió una mirada de ánimo.
—Ejem, voy a tener un bebé.
—¡Felicidades! Eso son buenas noticias, ¿no? —le preguntó en italiano, con una amplia sonrisa.
Julia también se pasó al italiano para responder:
—Sí, muy buenas, pero... daré a luz en septiembre, justo al principio del semestre.
La profesora se encogió de hombros.
—Pues pides la baja y vuelves el año que viene.
—No quiero quedarme atrás en los estudios, así que he decidido no coger la baja.
La profesora Marinelli negó con la cabeza.
—No es muy buena idea. En el tercer año tienes que empezar tu actividad como docente, aparte
del curso de lingüística y de otra clase. Y a final del curso tienes los exámenes generales.
»Si el bebé nace en septiembre, las prácticas docentes y las clases tendrían que atrasarse hasta
enero. Y se te juntarían con los exámenes generales. Sería demasiado —le dijo Cecilia con
amabilidad.
—No me había dado cuenta.
—Haz lo que quieras, pero yo te aseguro que me cogería la baja.
—¿De verdad?
La profesora se echó hacia atrás en la silla.
—Serían demasiadas cosas juntas en un solo curso. Tus compañeros tendrían ventaja en los
exámenes. No puedes permitírtelo.
»Lo más justo es que te tomes dos semestres de baja; un curso entero. Luego, al volver, haces las
prácticas como docente en el primer semestre y los exámenes generales en septiembre del año
siguiente.
»Irás un curso por detrás de los demás, pero no te bajará la media de notas. Además, eres muy
buena estudiante. Podrías recuperar esa diferencia cuando escribas la tesis. En todo caso, es mejor ir
un año por detrás que darte cuenta a medio curso de que no llegas a todo.
A Julia se le cayó el alma a los pies cuando todos sus planes se hicieron añicos. Empezó a buscar
soluciones desesperadamente.
—¿No hay cursos en verano?
Cecilia se dio cuenta de su reacción y volvió a cambiar al inglés para responderle:
—No, lo siento.
Julia se estaba retorciendo las manos sobre el regazo.
—Es que Gabriel pensaba pedir la baja por paternidad para que no tuviera que pedirla yo. —¿Gabriel con un bebé? —Cecilia empezó a reír y a murmurar en italiano.
(Al parecer, la idea de que el Profesor cuidara a un bebé le resultaba muy divertida. En eso no
estaba sola.)
—No me lo esperaba. Pero eso demuestra que será un buen padre, ¿no crees? Está muy bien que
esté dispuesto a ayudar, pero eso no soluciona los problemas que pueden surgir. No es realista pensar
que podrás tener el bebé en octubre y volver a clase al día siguiente. Dios no lo quiera, pero pueden
surgir todo tipo de complicaciones tanto antes como después del parto.
Ella se encogió al oírlo.
—Tampoco había pensado en eso.
Cecilia sonrió, paciente.
—Precisamente por eso tenemos asesoras, para dar consejos. Personalmente te recomiendo que
pidas la baja. No perderás la plaza ni la beca de estudios.
»Si quieres, puedo darte una lista d e lecturas para que vayas avanzando en la propuesta de
disertación doctoral en tus ratos libres. También podrías adelantar en los otros idiomas, aunque
tampoco deberíamos ser demasiado ambiciosas.
»Y hay otra cosa, pero debes prometerme que lo mantendrás en secreto. El profesor Matthews
está esperando para hacer el anuncio formal. —Volvió a pasarse al italiano, como si ese idioma les
diera más privacidad.
—Por supuesto —replicó Julia, mirando a su tutora con interés.
—La profesora Picton ha decidido venir a Harvard.
—¿De verdad? Es fantástico. —A Julia le dio un vuelco de alegría el corazón—. Pero yo pensaba
que la plaza fija en estudios sobre Dante te la habían dado a ti.
—Así es. Tiene contrato firmado en Oxford por un curso más. Llegará aquí en septiembre del año
que viene, justo cuando tú te reincorpores a las clases. No puedo hablar por ella, pero tengo la
sensación de que estaría encantada de ser una de las lectoras de tu tesis. Eso sería muy bueno para ti.
Julia sonrió mientras mentalmente hacía planes a toda velocidad.
—Bien —concluyó Cecilia, volviendo a cambiar de idioma—. No te digo que ser madre y
estudiante a la vez vaya a ser fácil, pero puedes hacerlo. Por favor, felicita a Gabriel de mi parte. Me
alegro mucho por los dos.
Ella le dio las gracias y salió del despacho.
Cuando llegó a casa a la hora de cenar, Gabriel estaba sentado en un taburete en la isla central de
la cocina, leyendo atentamente el periódico.
Al verla, lo soltó inmediatamente.
—Hola, preciosa. ¿Cómo ha ido el día?
—No ha ido mal del todo —respondió ella, dejando el maletín en el suelo y sentándose a su lado.
—¿Qué pasa? —preguntó él, sujetándola por la nuca con suavidad y acercándola para besarla—.
¿Te encuentras mal?
—No. Tengo noticias buenas y malas.
La expresión de Gabriel se ensombreció.
—Empieza por las malas.
—La profesora Marinelli cree que debo pedir la baja por maternidad. —¿Por qué piensa eso?
—Como el bebé nacerá en septiembre, no cree que pueda seguir el programa del primer semestre.
Y tal como está distribuido el programa general, sería demasiado exigente tratar de juntarlo todo en el
segundo semestre. Por eso me recomienda que me salte un año entero.
Gabriel se frotó la barbilla.
—Había olvidado lo exigente que es el tercer año. ¿Qué piensas hacer?
—¿Qué puedo hacer? Tendré que pedir la baja por maternidad. —Apoyó los codos en la
encimera.
—Julianne, puedes hacer lo que quieras. Si quieres volver a las clases después del parto, ya
buscaremos la manera de hacerlo funcionar. No hace falta que te matricules en todas las asignaturas
hasta que te pongas al día.
—A los profesores no les gusta que los alumnos se apunten a unas asignaturas y a otras no.
—No, no les gusta, pero estoy seguro de que en este caso lo permitirían.
—Pero luego tendría que ponerme al día de las que me faltan y preparar los exámenes generales
al mismo tiempo.
—Es verdad, pero si es lo que quieres hacer, buscaremos la manera. Que a Cecilia le parezca
difícil no quiere decir que no sea posible. Sabes que te ayudaré en todo lo que haga falta. Lo lograré, te
lo prometo.
Julia se volvió hacia él. Su mirada era franca y llena de calidez.
—¿Tú lo lograrás?
—Lo lograremos. Pero no tengas miedo. No pienso decirte lo que tienes que hacer. La decisión es
tuya. Tú decide y yo hablaré con Greg si hace falta.
—No, ya hablaré yo con él. Pero...
—¿Qué?
—Aún no te he contado las buenas noticias. Cecilia me ha confirmado que Katherine vendrá a
Harvard.
—¿Qué? —Gabriel se quedó tan sorprendido como ella—. La semana pasada me envió un email
y no me dijo nada.
—Al parecer, seguirá en Oxford un año más, pero luego vendrá como profesora visitante. Ésa es
otra de las razones por las que Cecilia me ha recomendado esperar. Katherine llegará cuando acabe mi
baja.
—Es genial.
—Lo es, pero... —Julia negó con la cabeza—. No quiero pedir la baja por maternidad, pero tengo
miedo de suspender los exámenes generales si no lo hago.
—No suspenderás.
—Pero no estaré en plena forma.
—Pues tendrás que recuperarla. Rebecca y yo estaremos aquí defendiendo el fuerte. Tú podrás
estudiar para los exámenes y hacer lo que tengas que hacer.
—Es que también querré hacer de madre —susurró—. No quiero ignorar al bebé.
—Estoy seguro de que encontraremos el punto de equilibrio. —Le dio un beso en la cabeza antes
de dirigirse a la nevera. Sacó una botella de gingerale y se lo sirvió en un vaso con hielo—. No hace
falta que tomes una decisión ahora. Puedes matricularte y si luego ves que no puedes, lo dejas para el
año que viene. —No quiero matricularme y luego dejar el curso a medias. Ni quiero arriesgarme a suspender los
exámenes. —Volviéndose hacia él con expresión preocupada, añadió—: No quiero ser una madre que
nunca está en casa, como Sharon.
—No serás como ella. —Gabriel bajó la vista hacia la encimera de mármol y dibujó encima con
el dedo.
—La verdad es que no sé qué haremos cuando llegue el bebé. Lo único que tengo claro es que
pediré la baja.
—Cecilia me dijo que podría darme una lista de lecturas para ir preparando la disertación
doctoral. Podría avanzar por ahí durante la baja. O dedicarme a los otros idiomas.
Gabriel levantó la cabeza.
—Estoy seguro de que el bebé estará encantado de aprender más sobre Dante y también de poder
decir palabrotas en más idiomas aparte del alemán.
Julia se echó a reír y lo abrazó por la cintura.
—No quiero perderme los primeros meses contigo y nuestro hijo. A saber qué travesuras haríais
en mi ausencia.
—Oh, te aseguro que muchas. —Le guiñó un ojo—. Y hay una elevada probabilidad de que
también hubiera diabluras y mucha jarana. Regularmente.
—¿Y si el bebé o tú me necesitáis?
La expresión de él se volvió solemne.
—Por supuesto que te necesitaremos. Pero si no estás, nos espabilaremos igualmente. —Le
acarició la mejilla con suavidad con el dorso de los dedos—. Si coges la baja, podríamos pasar una
temporada en Umbría.
—¿De verdad?
—O en Oxford, París o Barcelona. Donde tú quieras.
—¿En Selinsgrove?
Gabriel se echó hacia atrás.
—¿De todas las ciudades del mundo, tú quieres ir a Selinsgrove?
—Es donde está tu familia. Y la mía. Me gustaría estar cerca de Diane. Puede darme consejos y
podemos quedar para que los niños jueguen.
—O podríamos hablar con ella por videoconferencia desde Europa.
—El huerto está allí.
Gabriel le recorrió el labio inferior con el pulgar y suspiró.
—Sí, el huerto está allí.
—Probaré a matricularme para el curso que viene y si no me veo capaz de volver a clase después
de que nazca el bebé, dejaré las clases. Cogeré la baja y me dedicaré a preparar los exámenes
generales desde casa. Así no iré tan atrasada.
—Me parece un buen plan. Para entonces, Katherine ya estará aquí.
—Me gustaría que el bebé naciera en el hospital Mount Auburn. Después ya decidiremos adónde
queremos ir. No me apetece meter a un niño tan pequeño en un vuelo transatlántico.
—Hum, no había pensado en ello.
Julia se rodeó la cintura con las manos.
—Hay muchas cosas en las que no hemos pensado.
—Ah, pero tengo un libro. —Gabriel alargó el brazo para hacerse con el ejemplar de Qué esperar cuando estás esperando que tenía cerca.
—Marca la parte en que hablan de vuelos transatlánticos y de escribir un libro sobre la idea de
infierno de Dante mientras se cuida de un bebé. Luego la leeré.
—Muy graciosa, señora Emerson. —Volvió a dejar el libro.
Julia se acercó a él hasta que quedaron pegados.
—Aunque si fuéramos a Europa, podríamos visitar algún museo.
—No lo dudes.
—Y podríamos bailar el tango vertical contra alguna pared.
—Si queremos volver a bailar el tango en un museo, tendríamos que llevarnos a Rebecca con
nosotros —le recordó él, presionándole la boca abierta contra el cuello.
—Los museos ya no son tan complacientes como antes.
Gabriel la miró con los ojos brillantes.
—Excepto nuestra última visita a los Uffizi.
Julia se ruborizó.
—Eso es lo que quiero para nuestro próximo aniversario.
—¿Qué? ¿Un museo? —Gabriel sonrió irónico.
—No, un tango contra la pared.
—¿Quieres que vayamos al Louvre la próxima vez?
Ella sintió que se encendía por dentro.
—Suena prometedor.
Él le acarició el cuello con los labios.
—Tenemos un montón de cosas buenas y prometedoras por delante, señora Emerson. Pero creo
que ahora mismo lo que deberíamos hacer es leer ese libro.
Abril de 2012
—Y bien, Julianne. ¿Qué puedo hacer por ti? —Cecilia Marinelli hizo pasar a su alumna al despacho,
señalando una cómoda silla cercana al escritorio.
La profesora, que no llegaba al metro cincuenta, tenía una melenita oscura y ojos azules, era
originaria de Pisa y hablaba inglés con un fuerte acento.
—He venido a pedirte consejo. —Julia empezó a retorcerse las manos.
—Tú dirás. —Cecilia le dirigió una mirada de ánimo.
—Ejem, voy a tener un bebé.
—¡Felicidades! Eso son buenas noticias, ¿no? —le preguntó en italiano, con una amplia sonrisa.
Julia también se pasó al italiano para responder:
—Sí, muy buenas, pero... daré a luz en septiembre, justo al principio del semestre.
La profesora se encogió de hombros.
—Pues pides la baja y vuelves el año que viene.
—No quiero quedarme atrás en los estudios, así que he decidido no coger la baja.
La profesora Marinelli negó con la cabeza.
—No es muy buena idea. En el tercer año tienes que empezar tu actividad como docente, aparte
del curso de lingüística y de otra clase. Y a final del curso tienes los exámenes generales.
»Si el bebé nace en septiembre, las prácticas docentes y las clases tendrían que atrasarse hasta
enero. Y se te juntarían con los exámenes generales. Sería demasiado —le dijo Cecilia con
amabilidad.
—No me había dado cuenta.
—Haz lo que quieras, pero yo te aseguro que me cogería la baja.
—¿De verdad?
La profesora se echó hacia atrás en la silla.
—Serían demasiadas cosas juntas en un solo curso. Tus compañeros tendrían ventaja en los
exámenes. No puedes permitírtelo.
»Lo más justo es que te tomes dos semestres de baja; un curso entero. Luego, al volver, haces las
prácticas como docente en el primer semestre y los exámenes generales en septiembre del año
siguiente.
»Irás un curso por detrás de los demás, pero no te bajará la media de notas. Además, eres muy
buena estudiante. Podrías recuperar esa diferencia cuando escribas la tesis. En todo caso, es mejor ir
un año por detrás que darte cuenta a medio curso de que no llegas a todo.
A Julia se le cayó el alma a los pies cuando todos sus planes se hicieron añicos. Empezó a buscar
soluciones desesperadamente.
—¿No hay cursos en verano?
Cecilia se dio cuenta de su reacción y volvió a cambiar al inglés para responderle:
—No, lo siento.
Julia se estaba retorciendo las manos sobre el regazo.
—Es que Gabriel pensaba pedir la baja por paternidad para que no tuviera que pedirla yo. —¿Gabriel con un bebé? —Cecilia empezó a reír y a murmurar en italiano.
(Al parecer, la idea de que el Profesor cuidara a un bebé le resultaba muy divertida. En eso no
estaba sola.)
—No me lo esperaba. Pero eso demuestra que será un buen padre, ¿no crees? Está muy bien que
esté dispuesto a ayudar, pero eso no soluciona los problemas que pueden surgir. No es realista pensar
que podrás tener el bebé en octubre y volver a clase al día siguiente. Dios no lo quiera, pero pueden
surgir todo tipo de complicaciones tanto antes como después del parto.
Ella se encogió al oírlo.
—Tampoco había pensado en eso.
Cecilia sonrió, paciente.
—Precisamente por eso tenemos asesoras, para dar consejos. Personalmente te recomiendo que
pidas la baja. No perderás la plaza ni la beca de estudios.
»Si quieres, puedo darte una lista d e lecturas para que vayas avanzando en la propuesta de
disertación doctoral en tus ratos libres. También podrías adelantar en los otros idiomas, aunque
tampoco deberíamos ser demasiado ambiciosas.
»Y hay otra cosa, pero debes prometerme que lo mantendrás en secreto. El profesor Matthews
está esperando para hacer el anuncio formal. —Volvió a pasarse al italiano, como si ese idioma les
diera más privacidad.
—Por supuesto —replicó Julia, mirando a su tutora con interés.
—La profesora Picton ha decidido venir a Harvard.
—¿De verdad? Es fantástico. —A Julia le dio un vuelco de alegría el corazón—. Pero yo pensaba
que la plaza fija en estudios sobre Dante te la habían dado a ti.
—Así es. Tiene contrato firmado en Oxford por un curso más. Llegará aquí en septiembre del año
que viene, justo cuando tú te reincorpores a las clases. No puedo hablar por ella, pero tengo la
sensación de que estaría encantada de ser una de las lectoras de tu tesis. Eso sería muy bueno para ti.
Julia sonrió mientras mentalmente hacía planes a toda velocidad.
—Bien —concluyó Cecilia, volviendo a cambiar de idioma—. No te digo que ser madre y
estudiante a la vez vaya a ser fácil, pero puedes hacerlo. Por favor, felicita a Gabriel de mi parte. Me
alegro mucho por los dos.
Ella le dio las gracias y salió del despacho.
Cuando llegó a casa a la hora de cenar, Gabriel estaba sentado en un taburete en la isla central de
la cocina, leyendo atentamente el periódico.
Al verla, lo soltó inmediatamente.
—Hola, preciosa. ¿Cómo ha ido el día?
—No ha ido mal del todo —respondió ella, dejando el maletín en el suelo y sentándose a su lado.
—¿Qué pasa? —preguntó él, sujetándola por la nuca con suavidad y acercándola para besarla—.
¿Te encuentras mal?
—No. Tengo noticias buenas y malas.
La expresión de Gabriel se ensombreció.
—Empieza por las malas.
—La profesora Marinelli cree que debo pedir la baja por maternidad. —¿Por qué piensa eso?
—Como el bebé nacerá en septiembre, no cree que pueda seguir el programa del primer semestre.
Y tal como está distribuido el programa general, sería demasiado exigente tratar de juntarlo todo en el
segundo semestre. Por eso me recomienda que me salte un año entero.
Gabriel se frotó la barbilla.
—Había olvidado lo exigente que es el tercer año. ¿Qué piensas hacer?
—¿Qué puedo hacer? Tendré que pedir la baja por maternidad. —Apoyó los codos en la
encimera.
—Julianne, puedes hacer lo que quieras. Si quieres volver a las clases después del parto, ya
buscaremos la manera de hacerlo funcionar. No hace falta que te matricules en todas las asignaturas
hasta que te pongas al día.
—A los profesores no les gusta que los alumnos se apunten a unas asignaturas y a otras no.
—No, no les gusta, pero estoy seguro de que en este caso lo permitirían.
—Pero luego tendría que ponerme al día de las que me faltan y preparar los exámenes generales
al mismo tiempo.
—Es verdad, pero si es lo que quieres hacer, buscaremos la manera. Que a Cecilia le parezca
difícil no quiere decir que no sea posible. Sabes que te ayudaré en todo lo que haga falta. Lo lograré, te
lo prometo.
Julia se volvió hacia él. Su mirada era franca y llena de calidez.
—¿Tú lo lograrás?
—Lo lograremos. Pero no tengas miedo. No pienso decirte lo que tienes que hacer. La decisión es
tuya. Tú decide y yo hablaré con Greg si hace falta.
—No, ya hablaré yo con él. Pero...
—¿Qué?
—Aún no te he contado las buenas noticias. Cecilia me ha confirmado que Katherine vendrá a
Harvard.
—¿Qué? —Gabriel se quedó tan sorprendido como ella—. La semana pasada me envió un email
y no me dijo nada.
—Al parecer, seguirá en Oxford un año más, pero luego vendrá como profesora visitante. Ésa es
otra de las razones por las que Cecilia me ha recomendado esperar. Katherine llegará cuando acabe mi
baja.
—Es genial.
—Lo es, pero... —Julia negó con la cabeza—. No quiero pedir la baja por maternidad, pero tengo
miedo de suspender los exámenes generales si no lo hago.
—No suspenderás.
—Pero no estaré en plena forma.
—Pues tendrás que recuperarla. Rebecca y yo estaremos aquí defendiendo el fuerte. Tú podrás
estudiar para los exámenes y hacer lo que tengas que hacer.
—Es que también querré hacer de madre —susurró—. No quiero ignorar al bebé.
—Estoy seguro de que encontraremos el punto de equilibrio. —Le dio un beso en la cabeza antes
de dirigirse a la nevera. Sacó una botella de gingerale y se lo sirvió en un vaso con hielo—. No hace
falta que tomes una decisión ahora. Puedes matricularte y si luego ves que no puedes, lo dejas para el
año que viene. —No quiero matricularme y luego dejar el curso a medias. Ni quiero arriesgarme a suspender los
exámenes. —Volviéndose hacia él con expresión preocupada, añadió—: No quiero ser una madre que
nunca está en casa, como Sharon.
—No serás como ella. —Gabriel bajó la vista hacia la encimera de mármol y dibujó encima con
el dedo.
—La verdad es que no sé qué haremos cuando llegue el bebé. Lo único que tengo claro es que
pediré la baja.
—Cecilia me dijo que podría darme una lista de lecturas para ir preparando la disertación
doctoral. Podría avanzar por ahí durante la baja. O dedicarme a los otros idiomas.
Gabriel levantó la cabeza.
—Estoy seguro de que el bebé estará encantado de aprender más sobre Dante y también de poder
decir palabrotas en más idiomas aparte del alemán.
Julia se echó a reír y lo abrazó por la cintura.
—No quiero perderme los primeros meses contigo y nuestro hijo. A saber qué travesuras haríais
en mi ausencia.
—Oh, te aseguro que muchas. —Le guiñó un ojo—. Y hay una elevada probabilidad de que
también hubiera diabluras y mucha jarana. Regularmente.
—¿Y si el bebé o tú me necesitáis?
La expresión de él se volvió solemne.
—Por supuesto que te necesitaremos. Pero si no estás, nos espabilaremos igualmente. —Le
acarició la mejilla con suavidad con el dorso de los dedos—. Si coges la baja, podríamos pasar una
temporada en Umbría.
—¿De verdad?
—O en Oxford, París o Barcelona. Donde tú quieras.
—¿En Selinsgrove?
Gabriel se echó hacia atrás.
—¿De todas las ciudades del mundo, tú quieres ir a Selinsgrove?
—Es donde está tu familia. Y la mía. Me gustaría estar cerca de Diane. Puede darme consejos y
podemos quedar para que los niños jueguen.
—O podríamos hablar con ella por videoconferencia desde Europa.
—El huerto está allí.
Gabriel le recorrió el labio inferior con el pulgar y suspiró.
—Sí, el huerto está allí.
—Probaré a matricularme para el curso que viene y si no me veo capaz de volver a clase después
de que nazca el bebé, dejaré las clases. Cogeré la baja y me dedicaré a preparar los exámenes
generales desde casa. Así no iré tan atrasada.
—Me parece un buen plan. Para entonces, Katherine ya estará aquí.
—Me gustaría que el bebé naciera en el hospital Mount Auburn. Después ya decidiremos adónde
queremos ir. No me apetece meter a un niño tan pequeño en un vuelo transatlántico.
—Hum, no había pensado en ello.
Julia se rodeó la cintura con las manos.
—Hay muchas cosas en las que no hemos pensado.
—Ah, pero tengo un libro. —Gabriel alargó el brazo para hacerse con el ejemplar de Qué esperar cuando estás esperando que tenía cerca.
—Marca la parte en que hablan de vuelos transatlánticos y de escribir un libro sobre la idea de
infierno de Dante mientras se cuida de un bebé. Luego la leeré.
—Muy graciosa, señora Emerson. —Volvió a dejar el libro.
Julia se acercó a él hasta que quedaron pegados.
—Aunque si fuéramos a Europa, podríamos visitar algún museo.
—No lo dudes.
—Y podríamos bailar el tango vertical contra alguna pared.
—Si queremos volver a bailar el tango en un museo, tendríamos que llevarnos a Rebecca con
nosotros —le recordó él, presionándole la boca abierta contra el cuello.
—Los museos ya no son tan complacientes como antes.
Gabriel la miró con los ojos brillantes.
—Excepto nuestra última visita a los Uffizi.
Julia se ruborizó.
—Eso es lo que quiero para nuestro próximo aniversario.
—¿Qué? ¿Un museo? —Gabriel sonrió irónico.
—No, un tango contra la pared.
—¿Quieres que vayamos al Louvre la próxima vez?
Ella sintió que se encendía por dentro.
—Suena prometedor.
Él le acarició el cuello con los labios.
—Tenemos un montón de cosas buenas y prometedoras por delante, señora Emerson. Pero creo
que ahora mismo lo que deberíamos hacer es leer ese libro.
Capitulo 73
31 de enero de 2012
Cambridge, Massachusetts
La profesora Picton estaba en la sala de conferencias de Harvard, contemplando a la multitud con sus
ojos de color gris azulado. Acababa de pronunciar una conferencia, media hora después de que el
profesor Jeremy Martin diera la suya. Había respondido ya a las preguntas de los asistentes y el
profesor Greg Matthews le había hecho entrega de un pisapapeles muy elegante de parte del
Departamento de Lenguas Románicas.
Aún no había tenido oportunidad de saludar a los Emerson y estaba impaciente por hacerlo. La
habían invitado a cenar a su casa para que pudiera escapar de los experimentos culinarios de Greg.
—¡Ah, ahí estáis! —El nítido acento británico de la profesora Picton destacó sobre el murmullo
de la docena de conversaciones de su alrededor.
Rápidamente, bajó por el pasillo hasta el lugar donde Julia permanecía sentada, mientras Gabriel,
a su lado, se había levantado para hablar con la supervisora de Julia, la profesora Marinelli.
—Katherine —la saludó él diplomáticamente, antes de darle un beso en la mejilla.
—Gabriel, Julianne, me alegro de veros. —Volviéndose hacia la profesora Marinelli, añadió—:
Cecilia, es un placer, como siempre.
—Lo mismo digo. —Las dos mujeres se abrazaron.
—¿Y bien? ¿Has hablado ya con Jeremy, Gabriel? —preguntó Katherine, como siempre yendo
directa al grano.
—No.
—Creo que ya es hora de que enterréis el hacha de guerra, ¿no?
Cecilia miró a sus colegas y se despidió educadamente, dirigiéndose a una zona menos
conflictiva de la sala.
—Yo no tengo ningún problema con Jeremy. —Gabriel sonaba ofendido—. Es él el que tiene el
problema conmigo.
Katherine abrió mucho los ojos.
—En ese caso, no te importará que lo traiga aquí.
Y dicho esto, se acercó a Jeremy Martin con decisión y empezó a hablar con él.
Julia contemplaba la escena sin saber qué pasaría. Era evidente que el profesor Martin no tenía
ganas de hablar con Gabriel. Vio cómo miraba en dirección a éste, se volvía hacia Katherine y negaba
con la cabeza enérgicamente.
La profesora pareció reprenderlo y poco después ambos se acercaron a ellos.
—Allá vamos —anunció Julia, cogiendo a su marido de la mano.
—Emerson —dijo el profesor Martin, tenso.
—Jeremy.
Katherine miró a uno y a otro y frunció el cejo.
—Venga, ¿a qué esperáis? Daos las manos.
Gabriel soltó a Julia para ofrecerle la mano a su antiguo amigo.
—Por si sirve de algo, Jeremy, lo siento. Julia miró a su esposo sorprendida.
Al profesor Martin también parecieron pillarlo por sorpresa las disculpas de Gabriel. Cambiando
el peso de pie, paseó la mirada entre éste y Julia.
—Creo que tengo que felicitaros. Os casasteis el año pasado, ¿no?
—Así es —respondió ella—. Gracias, profesor Martin.
—Llámame Jeremy.
—Sé que estamos en deuda contigo. Nunca lo olvidaré —confesó Gabriel, bajando la voz.
Jeremy dio un paso atrás.
—Éste no es el momento ni el lugar.
—Pues salgamos a hablar al vestíbulo. Venga, Jeremy, fuimos amigos durante años. Sólo trato de
disculparme.
El otro hizo una mueca.
—De acuerdo. Señoras, si nos disculpan... —Con una inclinación de cabeza en dirección a
Katherine y a Julia, siguió a Gabriel pasillo abajo.
—Parece que no ha ido mal. —Julia se volvió hacia Katherine.
—Ya veremos. Si vuelven sin haber derramado sangre, te daré la razón. —Con los ojos brillantes,
añadió traviesa—: ¿Vamos a espiarlos desde la puerta?
Aquella noche durante la cena, Gabriel y Julia no hicieron ningún comentario sobre el embarazo.
Seguían decididos a no hacerlo público hasta que estuviera en el segundo trimestre.
(Sin embargo, todo el mundo pudo fijarse en el Volvo todoterreno que Gabriel acababa de
comprar y que había dejado aparcado en la acera, a la vista de todos. Era fácil sacar conclusiones.)
No obstante, mientras Gabriel estaba en la cocina preparando café, Katherine volvió sus astutos
ojos hacia Julia dando unos golpecitos en el mantel con un dedo.
—Estás en estado.
—¿Qué? —Ella dejó el vaso en la mesa para que no se le derramara el agua.
—Es obvio. No tomas vino ni café. Y tu solícito esposo se deshace en atenciones y te trata como
si fueras de porcelana, aunque al mismo tiempo no puede ocultar el orgullo masculino cargado de
testosterona que le sale por las orejas. No podéis engañarme.
—Profesora Picton, yo...
—Te he dicho que me llames Katherine.
—Katherine, aún no estoy de mucho tiempo. No se lo hemos dicho a nadie, ni siquiera a la
familia. Estamos esperando a cumplir los tres meses.
—Haces bien. Y en el departamento no tengas prisa por contarlo. Cuanto más tarde lo digas,
mejor. —Katherine bebió el vino a sorbitos, perdida en sus pensamientos.
—Tengo miedo de decirlo.
La profesora dejó la copa en la mesa.
—¿Por qué, si puede saberse?
Julia se llevó la mano al vientre.
—Por varias razones. Tengo miedo de que piensen que no me tomo los estudios en serio. Tengo
miedo de que Cecilia se desentienda de mí.
—Qué tontería. Cecilia tiene tres hijos. Dos de ellos nacieron mientras era estudiante en pisa.
siguiente pregunta
julianne la miro con la boca abierta.
—No tenía ni idea.
—La conozco desde hace años. Es una madre trabajadora que trata de sacar tiempo para estar con
su familia. Por eso pasan los veranos en Italia, para que los niños puedan estar con sus abuelos.
Siguiente problema.
—Ejem, tengo miedo de que me quiten la beca de investigación.
—Las universidades h a n cambiado mucho últimamente. Hay normas que impiden que los
departamentos tomen ese tipo de medidas. Tienes derecho a coger una baja por maternidad. De hecho,
si no me equivoco, Harvard tiene un comité de igualdad que velará porque recibas un trato justo.
Aunque tu departamento estuviera dirigido por un idiota, que no es el caso, tendría que seguir la
normativa. Siguiente problema.
—No quiero pedir la baja por maternidad, pero mi ginecóloga dice que debo estar de baja seis
semanas tras el nacimiento del bebé. Tengo miedo de perder el semestre.
—¿No quieres pedir la baja por maternidad? ¿Estás loca?
Cuando Julia empezó a protestar, Katherine levantó una mano arrugada.
—Puede que yo sea una solterona, pero te puedo decir sin temor a equivocarme, que si no te
coges la baja no estarás a la altura ni en los estudios ni con tu bebé. Tienes derecho a esa baja y
deberías aprovecharla.
—¿No les sentará mal en el departamento?
—Puede que alguno de los viejos fósiles proteste, pero si cuentas con el apoyo de tu supervisora,
¿qué más te da? Te aconsejo que hables con Cecilia y le pidas asesoramiento. Ella sabrá lo que tienes
que hacer. No permitas que los misóginos te coloquen en una situación imposible.
Pensativa, Katherine se golpeó la barbilla con un dedo.
—Siempre estoy dispuesta a echar una mano para luchar contra las injusticias. Si alguien trata de
perjudicarte, se las verá conmigo. De hecho, estoy tentada de aceptar la oferta de Greg Matthews de
unirme al departamento, sólo para asegurarme de que nadie te ataca.
Julia se quedó boquiabierta.
—¿De verdad?
—He decidido vender la casa de Toronto. Me han ofrecido renovar el contrato con All Souls, en
Oxford, pero la verdad es que allí sólo hay unos cuantos tipos a los que tolero lo suficiente como para
tomarme una taza de té con ellos. Y eso hace que las comidas se hayan vuelto muy desagradables.
—Sería maravilloso tenerte en Harvard.
—Sí, cada vez me apetece más —admitió Katherine con los ojos brillantes—. Aquí es donde está
la acción. Además, Greg se ofreció a encargarse de mi biblioteca personalmente. Me tienta mucho
aceptar sólo por verlo empaquetar mis libros uno a uno.
Julia se echó a reír al imaginarse al distinguido profesor Matthews trasladando la gran biblioteca
privada de la profesora Picton con sus propias manos.
—Me alegro mucho de que Gabriel y tú vayáis a tener un hijo. Me traslade o no, espero que me
dejéis ser la vieja y excéntrica madrina que le compra regalos extravagantes y le deja comer cosas que
no le convienen.
—Nada me gustaría más. — julia apreto la mano de Katherine justo cuando gabriel vovlia con el cafe.Él se quedó mirando la escena.
—¿Qué pasa?
La profesora alzó la copa de vino en dirección a él.
—Le estaba diciendo a Julianne que acepto el honor de ser la madrina del bebé.
Al acostarse, Julia le preguntó a Gabriel cómo había ido la conversación con el profesor Martin.
Él se quedó mirando el techo.
—Mejor de lo que esperaba, aunque dudo que llegue a perdonarme nunca del todo.
Ella le apoyó la cabeza en el pecho.
—Lo siento.
—Cree que le di una puñalada por la espalda, tanto a él como al departamento. Aunque parece
que haberme casado contigo ha hecho que mejore su opinión de mí. Tal vez cuando se entere de que
estamos embarazados, se calmará un poco más.
—¿Cómo te sientes?
Se encogió de hombros.
—Era mi amigo. Siento que nos hayamos distanciado, pero no puedo arrepentirme de lo que hice.
Volvería a hacerlo.
Julia suspiró.
—Bueno, el día también ha tenido sus cosas buenas. Me ha gustado ver la reacción de mis
compañeras cuando has aparecido.
Los labios de Gabriel esbozaron una sonrisa.
—¿Ah, sí? ¿Cómo han reaccionado?
Ella se tumbó boca abajo.
—Como si nunca hubieran visto a un profesor que estuviera bueno. La verdad es que estabas
impresionante, con el jersey de cuello alto.
—El jersey de cuello alto siempre tiene ese efecto en la gente.
—No, era por el hombre que había debajo. Me he sentido muy orgullosa. —Jugueteó con el borde
de la sábana—. Aunque todavía circulan rumores.
—¿Qué rumores? —Gabriel se incorporó un poco para no perder el contacto visual.
—Zsuzsa me ha dicho que hay rumores de que estoy en Harvard gracias a ti.
—Cabrones. Es culpa de Christa.
—No del todo. Tomamos decisiones y ahora debemos asumir las consecuencias.
—Lo que pasó en realidad y lo que se cuenta no tienen nada que ver.
—Tienes razón. Te interesará saber que ahora mismo corren más rumores sobre Christa que sobre
nosotros.
Gabriel la miró con curiosidad, pero también con cautela.
—¿Sobre Christa? ¿Por qué?
—Sean, uno de mis compañeros, tiene un amigo en Columbia. Éste le contó que la habían echado
de la universidad. Ningún profesor ha querido examinarla.
Gabriel alzó las cejas.
—¿De verdad? Cuando estuve en Nueva York, Lucia mencionó que Katherine se había quejado de
la actitud de Christa en Oxford. Pero dudo que su expulsión tenga nada que ver con nosotros. Lucia
también comentó que su trabajo no estaba a la altura. —Puede que no se llevara bien con los especialistas en Dante de ese departamento. Éstos pueden
ser muy susceptibles —bromeó Julia, guiñándole un ojo.
—No sé a qué te refieres —replicó él, haciéndose el digno.
—Sean también dice que Christa seguirá sus estudios en Ginebra.
—En Ginebra no hay Departamento de Italiano. Forman parte de un consorcio.
—Eso es lo que dicen los rumores.
Gabriel negó con la cabeza.
—Si se hubiera centrado en sus estudios y no se hubiera obsesionado conmigo, probablemente
seguiría en Toronto. Sus trabajos iniciales eran buenos. Pero se distrajo con tantas maquinaciones y su
rendimiento bajó.
»Y luego cometió el error garrafal de enfrentarse a Katherine. A Lucia eso no le gustó nada.
—¿Por qué?
—Katherine es una de las principales figuras en su campo. Si alguien quiere publicar sobre
Dante, o pedir una opinión autorizada, acude a ella. Si respeta tu trabajo, lo dice, pero si no lo hace,
también lo dice. Nadie quiere enemistarse con ella por si algún día necesitan su aprobación. Y eso
incluye a Lucia y a todos los profesores de su departamento.
Julia frunció los labios.
—No quería destrozarle la vida a Christa. Sólo quería que nos dejara en paz.
—No lo hiciste tú; se lo ha hecho ella sola. Tuvo varias oportunidades para rehacer su vida y no
las aprovechó. Nadie la obligó a ir a Oxford a boicotear tu conferencia. Y que su trabajo en Columbia
fuera mediocre no es culpa de nadie más que de ella.
—Supongo que tienes razón. —Julia apoyó la cabeza en la almohada—. El mundo académico es
muy extraño.
—Sí, se parece a Marte, pero con más sexo.
Ella se echó a reír.
—Me alegro de gustarle a Katherine. No me quiero ni imaginar lo que debe de ser tenerla como
enemiga.
—Yo tampoco. En cualquier caso, hablaré con Greg Matthews y le pediré que acalle los rumores
sobre nosotros.
—Si tienes que pedírselo como un favor especial, no lo hagas. Prefiero que lo guardes para otra
cosa.
—¿Para qué?
—Katherine cree que debo pedir la baja por maternidad. Me ha aconsejado que lo hable con
Cecilia.
Gabriel le acarició las cejas con los dedos.
—¿Y tú qué quieres hacer?
—Tengo que hablar con Cecilia, pero quería esperar a estar de más de tres meses. La mayoría de
los abort... —Al ver la mirada de Gabriel, no pudo acabar de pronunciar la palabra—. La mayor parte
de los problemas tienen lugar durante el primer trimestre.
—Si quieres coger la baja por maternidad, hazlo. Si no quieres, no la pidas. Yo la pediré
igualmente. Y tras la baja por paternidad, puedo tomarme el año sabático que me deben. Podría estar
en casa con el bebé casi dos años.
—¿No hay ninguna norma que prohíba pedir la baja y tomarse el año sabático tan seguidos? —Es posible. —Gabriel le acarició la parte baja de la espalda—. Pero en mi contrato especifiqué
que quería tomarme el año sabático dentro de dos años. Fue parte de las condiciones que exigí.
—No quiero que malgastes tu año sabático así —murmuró Julia.
Él le apoyó la mano justo antes de llegar al culo.
—Pasar tiempo con el bebé no es malgastarlo.
—Pero no podrás acabar el libro.
—Ya buscaré la manera. Pero aunque no diera con ella, valdría la pena. Habla con Cecilia —
añadió—, a ver qué dice. En cualquier caso, no te preocupes. Te hice unas promesas y voy a
cumplirlas.
Julia sonrió.
—Por eso mismo no estoy histérica.
Él la miró fijamente.
—Bien.
Cambridge, Massachusetts
La profesora Picton estaba en la sala de conferencias de Harvard, contemplando a la multitud con sus
ojos de color gris azulado. Acababa de pronunciar una conferencia, media hora después de que el
profesor Jeremy Martin diera la suya. Había respondido ya a las preguntas de los asistentes y el
profesor Greg Matthews le había hecho entrega de un pisapapeles muy elegante de parte del
Departamento de Lenguas Románicas.
Aún no había tenido oportunidad de saludar a los Emerson y estaba impaciente por hacerlo. La
habían invitado a cenar a su casa para que pudiera escapar de los experimentos culinarios de Greg.
—¡Ah, ahí estáis! —El nítido acento británico de la profesora Picton destacó sobre el murmullo
de la docena de conversaciones de su alrededor.
Rápidamente, bajó por el pasillo hasta el lugar donde Julia permanecía sentada, mientras Gabriel,
a su lado, se había levantado para hablar con la supervisora de Julia, la profesora Marinelli.
—Katherine —la saludó él diplomáticamente, antes de darle un beso en la mejilla.
—Gabriel, Julianne, me alegro de veros. —Volviéndose hacia la profesora Marinelli, añadió—:
Cecilia, es un placer, como siempre.
—Lo mismo digo. —Las dos mujeres se abrazaron.
—¿Y bien? ¿Has hablado ya con Jeremy, Gabriel? —preguntó Katherine, como siempre yendo
directa al grano.
—No.
—Creo que ya es hora de que enterréis el hacha de guerra, ¿no?
Cecilia miró a sus colegas y se despidió educadamente, dirigiéndose a una zona menos
conflictiva de la sala.
—Yo no tengo ningún problema con Jeremy. —Gabriel sonaba ofendido—. Es él el que tiene el
problema conmigo.
Katherine abrió mucho los ojos.
—En ese caso, no te importará que lo traiga aquí.
Y dicho esto, se acercó a Jeremy Martin con decisión y empezó a hablar con él.
Julia contemplaba la escena sin saber qué pasaría. Era evidente que el profesor Martin no tenía
ganas de hablar con Gabriel. Vio cómo miraba en dirección a éste, se volvía hacia Katherine y negaba
con la cabeza enérgicamente.
La profesora pareció reprenderlo y poco después ambos se acercaron a ellos.
—Allá vamos —anunció Julia, cogiendo a su marido de la mano.
—Emerson —dijo el profesor Martin, tenso.
—Jeremy.
Katherine miró a uno y a otro y frunció el cejo.
—Venga, ¿a qué esperáis? Daos las manos.
Gabriel soltó a Julia para ofrecerle la mano a su antiguo amigo.
—Por si sirve de algo, Jeremy, lo siento. Julia miró a su esposo sorprendida.
Al profesor Martin también parecieron pillarlo por sorpresa las disculpas de Gabriel. Cambiando
el peso de pie, paseó la mirada entre éste y Julia.
—Creo que tengo que felicitaros. Os casasteis el año pasado, ¿no?
—Así es —respondió ella—. Gracias, profesor Martin.
—Llámame Jeremy.
—Sé que estamos en deuda contigo. Nunca lo olvidaré —confesó Gabriel, bajando la voz.
Jeremy dio un paso atrás.
—Éste no es el momento ni el lugar.
—Pues salgamos a hablar al vestíbulo. Venga, Jeremy, fuimos amigos durante años. Sólo trato de
disculparme.
El otro hizo una mueca.
—De acuerdo. Señoras, si nos disculpan... —Con una inclinación de cabeza en dirección a
Katherine y a Julia, siguió a Gabriel pasillo abajo.
—Parece que no ha ido mal. —Julia se volvió hacia Katherine.
—Ya veremos. Si vuelven sin haber derramado sangre, te daré la razón. —Con los ojos brillantes,
añadió traviesa—: ¿Vamos a espiarlos desde la puerta?
Aquella noche durante la cena, Gabriel y Julia no hicieron ningún comentario sobre el embarazo.
Seguían decididos a no hacerlo público hasta que estuviera en el segundo trimestre.
(Sin embargo, todo el mundo pudo fijarse en el Volvo todoterreno que Gabriel acababa de
comprar y que había dejado aparcado en la acera, a la vista de todos. Era fácil sacar conclusiones.)
No obstante, mientras Gabriel estaba en la cocina preparando café, Katherine volvió sus astutos
ojos hacia Julia dando unos golpecitos en el mantel con un dedo.
—Estás en estado.
—¿Qué? —Ella dejó el vaso en la mesa para que no se le derramara el agua.
—Es obvio. No tomas vino ni café. Y tu solícito esposo se deshace en atenciones y te trata como
si fueras de porcelana, aunque al mismo tiempo no puede ocultar el orgullo masculino cargado de
testosterona que le sale por las orejas. No podéis engañarme.
—Profesora Picton, yo...
—Te he dicho que me llames Katherine.
—Katherine, aún no estoy de mucho tiempo. No se lo hemos dicho a nadie, ni siquiera a la
familia. Estamos esperando a cumplir los tres meses.
—Haces bien. Y en el departamento no tengas prisa por contarlo. Cuanto más tarde lo digas,
mejor. —Katherine bebió el vino a sorbitos, perdida en sus pensamientos.
—Tengo miedo de decirlo.
La profesora dejó la copa en la mesa.
—¿Por qué, si puede saberse?
Julia se llevó la mano al vientre.
—Por varias razones. Tengo miedo de que piensen que no me tomo los estudios en serio. Tengo
miedo de que Cecilia se desentienda de mí.
—Qué tontería. Cecilia tiene tres hijos. Dos de ellos nacieron mientras era estudiante en pisa.
siguiente pregunta
julianne la miro con la boca abierta.
—No tenía ni idea.
—La conozco desde hace años. Es una madre trabajadora que trata de sacar tiempo para estar con
su familia. Por eso pasan los veranos en Italia, para que los niños puedan estar con sus abuelos.
Siguiente problema.
—Ejem, tengo miedo de que me quiten la beca de investigación.
—Las universidades h a n cambiado mucho últimamente. Hay normas que impiden que los
departamentos tomen ese tipo de medidas. Tienes derecho a coger una baja por maternidad. De hecho,
si no me equivoco, Harvard tiene un comité de igualdad que velará porque recibas un trato justo.
Aunque tu departamento estuviera dirigido por un idiota, que no es el caso, tendría que seguir la
normativa. Siguiente problema.
—No quiero pedir la baja por maternidad, pero mi ginecóloga dice que debo estar de baja seis
semanas tras el nacimiento del bebé. Tengo miedo de perder el semestre.
—¿No quieres pedir la baja por maternidad? ¿Estás loca?
Cuando Julia empezó a protestar, Katherine levantó una mano arrugada.
—Puede que yo sea una solterona, pero te puedo decir sin temor a equivocarme, que si no te
coges la baja no estarás a la altura ni en los estudios ni con tu bebé. Tienes derecho a esa baja y
deberías aprovecharla.
—¿No les sentará mal en el departamento?
—Puede que alguno de los viejos fósiles proteste, pero si cuentas con el apoyo de tu supervisora,
¿qué más te da? Te aconsejo que hables con Cecilia y le pidas asesoramiento. Ella sabrá lo que tienes
que hacer. No permitas que los misóginos te coloquen en una situación imposible.
Pensativa, Katherine se golpeó la barbilla con un dedo.
—Siempre estoy dispuesta a echar una mano para luchar contra las injusticias. Si alguien trata de
perjudicarte, se las verá conmigo. De hecho, estoy tentada de aceptar la oferta de Greg Matthews de
unirme al departamento, sólo para asegurarme de que nadie te ataca.
Julia se quedó boquiabierta.
—¿De verdad?
—He decidido vender la casa de Toronto. Me han ofrecido renovar el contrato con All Souls, en
Oxford, pero la verdad es que allí sólo hay unos cuantos tipos a los que tolero lo suficiente como para
tomarme una taza de té con ellos. Y eso hace que las comidas se hayan vuelto muy desagradables.
—Sería maravilloso tenerte en Harvard.
—Sí, cada vez me apetece más —admitió Katherine con los ojos brillantes—. Aquí es donde está
la acción. Además, Greg se ofreció a encargarse de mi biblioteca personalmente. Me tienta mucho
aceptar sólo por verlo empaquetar mis libros uno a uno.
Julia se echó a reír al imaginarse al distinguido profesor Matthews trasladando la gran biblioteca
privada de la profesora Picton con sus propias manos.
—Me alegro mucho de que Gabriel y tú vayáis a tener un hijo. Me traslade o no, espero que me
dejéis ser la vieja y excéntrica madrina que le compra regalos extravagantes y le deja comer cosas que
no le convienen.
—Nada me gustaría más. — julia apreto la mano de Katherine justo cuando gabriel vovlia con el cafe.Él se quedó mirando la escena.
—¿Qué pasa?
La profesora alzó la copa de vino en dirección a él.
—Le estaba diciendo a Julianne que acepto el honor de ser la madrina del bebé.
Al acostarse, Julia le preguntó a Gabriel cómo había ido la conversación con el profesor Martin.
Él se quedó mirando el techo.
—Mejor de lo que esperaba, aunque dudo que llegue a perdonarme nunca del todo.
Ella le apoyó la cabeza en el pecho.
—Lo siento.
—Cree que le di una puñalada por la espalda, tanto a él como al departamento. Aunque parece
que haberme casado contigo ha hecho que mejore su opinión de mí. Tal vez cuando se entere de que
estamos embarazados, se calmará un poco más.
—¿Cómo te sientes?
Se encogió de hombros.
—Era mi amigo. Siento que nos hayamos distanciado, pero no puedo arrepentirme de lo que hice.
Volvería a hacerlo.
Julia suspiró.
—Bueno, el día también ha tenido sus cosas buenas. Me ha gustado ver la reacción de mis
compañeras cuando has aparecido.
Los labios de Gabriel esbozaron una sonrisa.
—¿Ah, sí? ¿Cómo han reaccionado?
Ella se tumbó boca abajo.
—Como si nunca hubieran visto a un profesor que estuviera bueno. La verdad es que estabas
impresionante, con el jersey de cuello alto.
—El jersey de cuello alto siempre tiene ese efecto en la gente.
—No, era por el hombre que había debajo. Me he sentido muy orgullosa. —Jugueteó con el borde
de la sábana—. Aunque todavía circulan rumores.
—¿Qué rumores? —Gabriel se incorporó un poco para no perder el contacto visual.
—Zsuzsa me ha dicho que hay rumores de que estoy en Harvard gracias a ti.
—Cabrones. Es culpa de Christa.
—No del todo. Tomamos decisiones y ahora debemos asumir las consecuencias.
—Lo que pasó en realidad y lo que se cuenta no tienen nada que ver.
—Tienes razón. Te interesará saber que ahora mismo corren más rumores sobre Christa que sobre
nosotros.
Gabriel la miró con curiosidad, pero también con cautela.
—¿Sobre Christa? ¿Por qué?
—Sean, uno de mis compañeros, tiene un amigo en Columbia. Éste le contó que la habían echado
de la universidad. Ningún profesor ha querido examinarla.
Gabriel alzó las cejas.
—¿De verdad? Cuando estuve en Nueva York, Lucia mencionó que Katherine se había quejado de
la actitud de Christa en Oxford. Pero dudo que su expulsión tenga nada que ver con nosotros. Lucia
también comentó que su trabajo no estaba a la altura. —Puede que no se llevara bien con los especialistas en Dante de ese departamento. Éstos pueden
ser muy susceptibles —bromeó Julia, guiñándole un ojo.
—No sé a qué te refieres —replicó él, haciéndose el digno.
—Sean también dice que Christa seguirá sus estudios en Ginebra.
—En Ginebra no hay Departamento de Italiano. Forman parte de un consorcio.
—Eso es lo que dicen los rumores.
Gabriel negó con la cabeza.
—Si se hubiera centrado en sus estudios y no se hubiera obsesionado conmigo, probablemente
seguiría en Toronto. Sus trabajos iniciales eran buenos. Pero se distrajo con tantas maquinaciones y su
rendimiento bajó.
»Y luego cometió el error garrafal de enfrentarse a Katherine. A Lucia eso no le gustó nada.
—¿Por qué?
—Katherine es una de las principales figuras en su campo. Si alguien quiere publicar sobre
Dante, o pedir una opinión autorizada, acude a ella. Si respeta tu trabajo, lo dice, pero si no lo hace,
también lo dice. Nadie quiere enemistarse con ella por si algún día necesitan su aprobación. Y eso
incluye a Lucia y a todos los profesores de su departamento.
Julia frunció los labios.
—No quería destrozarle la vida a Christa. Sólo quería que nos dejara en paz.
—No lo hiciste tú; se lo ha hecho ella sola. Tuvo varias oportunidades para rehacer su vida y no
las aprovechó. Nadie la obligó a ir a Oxford a boicotear tu conferencia. Y que su trabajo en Columbia
fuera mediocre no es culpa de nadie más que de ella.
—Supongo que tienes razón. —Julia apoyó la cabeza en la almohada—. El mundo académico es
muy extraño.
—Sí, se parece a Marte, pero con más sexo.
Ella se echó a reír.
—Me alegro de gustarle a Katherine. No me quiero ni imaginar lo que debe de ser tenerla como
enemiga.
—Yo tampoco. En cualquier caso, hablaré con Greg Matthews y le pediré que acalle los rumores
sobre nosotros.
—Si tienes que pedírselo como un favor especial, no lo hagas. Prefiero que lo guardes para otra
cosa.
—¿Para qué?
—Katherine cree que debo pedir la baja por maternidad. Me ha aconsejado que lo hable con
Cecilia.
Gabriel le acarició las cejas con los dedos.
—¿Y tú qué quieres hacer?
—Tengo que hablar con Cecilia, pero quería esperar a estar de más de tres meses. La mayoría de
los abort... —Al ver la mirada de Gabriel, no pudo acabar de pronunciar la palabra—. La mayor parte
de los problemas tienen lugar durante el primer trimestre.
—Si quieres coger la baja por maternidad, hazlo. Si no quieres, no la pidas. Yo la pediré
igualmente. Y tras la baja por paternidad, puedo tomarme el año sabático que me deben. Podría estar
en casa con el bebé casi dos años.
—¿No hay ninguna norma que prohíba pedir la baja y tomarse el año sabático tan seguidos? —Es posible. —Gabriel le acarició la parte baja de la espalda—. Pero en mi contrato especifiqué
que quería tomarme el año sabático dentro de dos años. Fue parte de las condiciones que exigí.
—No quiero que malgastes tu año sabático así —murmuró Julia.
Él le apoyó la mano justo antes de llegar al culo.
—Pasar tiempo con el bebé no es malgastarlo.
—Pero no podrás acabar el libro.
—Ya buscaré la manera. Pero aunque no diera con ella, valdría la pena. Habla con Cecilia —
añadió—, a ver qué dice. En cualquier caso, no te preocupes. Te hice unas promesas y voy a
cumplirlas.
Julia sonrió.
—Por eso mismo no estoy histérica.
Él la miró fijamente.
—Bien.
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